Sylvia Plath es
hija de la noche y hermana menor de la muerte: “Morir es un arte (…) Yo sé hacerlo excepcionalmente bien”. Su
vida, estrechamente ligada al sentido de su obra, es un tránsito a través de la
fiebre. Quiso asumir todos los rostros, los más bellos, pero también los más
terribles; quiso ir hasta el fondo, respirar el aire denso de las preguntas que
nadie nunca podrá responder. Sylvia era una mujer sola, una inmensa estación de
lluvias.
Ella enmudece, hace
agujeros en los muros para tener la alternativa de huir, pero no lo hace. Su mundo
es un estanque inquieto en la parte más alejada del jardín. Desde el comienzo
fue un deshacer de agujas, un no poder detenerse cuando estuvo próximo el filo, y fue por la Poesía que asumió todos
los riesgos, no quiso conformarse con ver, bajo el agua, el brillo hiriente de
la orfandad, el desasosiego y la desolación. ¿Quién viene? –Pregunta - Nadie viene. Dibujar la piedra y tropezar a
cada paso. Muchas cosas le fueron negadas, sin embargo, pudo comprender, con
dolor, el sentido de lo que nunca estuvo pero trazó las líneas de su noche.
Ella muere en cada
rincón del poema, que es su casa, y la de sus hijos, pero no renuncia al poder
vivo de levantarse una vez más, pese al hielo de la dificultad. La Poesía es su
fuerza.
Poemas como estallidos, como anuncios de una
antigua tormenta de pájaros, poemas cuyas palabras fueron aprendidas en el
punto más alto de la fiebre y escritas al fin con la furia de quien descubre
los dédalos de la hipocresía reunidos en su contra “Ya no, ya no/ ya no me sirves, zapato negro/ en el cual he vivido como
un pie/durante treinta años, pobre y blanca…”
Sylvia habla con el
mismo impulso ciego de la locura, y muchas veces caemos en el pozo de un
extravío, algo que no alcanzamos a reconocer pero que a la primera mención nos
espanta. El miedo, la incertidumbre. Cábalas, números, figuras que señalan un
camino, una mañana y esa “griega
necesidad” de ser algo más que un dios, un dios imperfecto, un dios no como
los anteriores ni como los venideros, sino un dios de sangre, un dios en cuyo
abandono todo cabe.
En los últimos
meses, ella escribía casi a diario su pregunta, su sentirse inquieta. El poema
como un enunciado del dolor, y es por eso que a 52 años de su muerte, continúe
teniendo vigencia, continúe hablando para nosotros “volver a hacer y rehacer a contra el flujo incesante; convertir el
instante en algo permanente. Esa es la labor de toda mi vida…Creo que mi vida
no se vivirá hasta que haya libros y cuentos que la devuelvan a la existencia perpetuamente
en el tiempo.”
Sylvia, para quien
la vida se resolvió de manera contradictoria en su escritura, quien para
defenderse del hastío y el grave peso de la rutina cuidaba una colmena en el
jardín de su casa, y para quien la muerte representaba mucho más que la muerte,
ofrece a un dios secreto en la mañana del 11 de febrero de 1963, el ritual de decir la
última palabra sin que nadie más que ella la escuche. Prepara el desayuno para
sus hijos, también señalados por la sombra, y luego se inclina sobre sí, sobre
lo que representaba no sólo como poeta sino también como mujer, tras abrir la
perilla del gas. “Ahora soy un lago. Una
mujer se inclina sobre mí, / buscando en mi extensión lo que ella es en
realidad”. Respirar, ese fue
siempre su oficio, respirar hasta el fondo, hasta donde la vida y la palabra
descienden y conmueven: “He terminado”.
Sylvia Plath
Todo lo ha devorado
el invierno
y el jardín de
rojos tulipanes en el que ocupé mis manos
ha iniciado su
descenso definitivo.
La casa es un viejo
sarcófago de vigilias
y pergaminos
desechos.
En ella duermen las
ruinas de mi corazón.
A través de la
bruma
sólo puedo
distinguir el rencoroso brillo
de las abejas.
No hay perfección.
Mi cuerpo es un
camino cerrado, reflejo de una luz marchita.
Nunca se bastó a sí
mismo. Nunca.
Detrás de los
muros, por entre las grietas,
vuelve a mí el eco
de la fiebre
palabras que
revientan bajo la escarcha
como pequeños ríos
de mercurio.
El invierno ha
perdido mis pasos en la nieve.
Sangra en el aire
su condena.
(Del libro Las
hijas del espino, 2006)