sábado, 13 de noviembre de 2010

Rilke o la pregunta por el ángel



¿Quién, de yo gritar, me oiría desde las jerarquías de los ángeles?
Rilke – Elegías del Duino

Que Rainer Marie Rilke sea uno de los más grandes referentes de la poesía del siglo XX no puede soslayarse, y es uno de los motivos por los que me regocijé al saber que la Editorial Universidad de Antioquia aceptaba la propuesta de Jorge Mario Mejía de incluir en su hermosa colección Biblioteca Clásica para Jóvenes Lectores, su traducción de las Elegías del Duino.

No podría continuar esta nota, sin referirme a lo que la lectura de Rilke, de sus Cartas a un joven poeta, significó en la primera etapa de mi escritura, cuando yo tenía 17 años. Como seguramente a todos los que asumimos el misterio de la palabra como fundamento de un destino que no sabemos a dónde conduce pero que se revela como sentido último de lo que somos, me vi enfrentada a la pregunta clave de ¿para qué o para quién escribimos?, situación que viene casi siempre acompañada de un inevitable y sordo silencio. “Usted es tan joven, está tan antes de todo comienzo, que yo querría rogarle lo mejor que sepa, (…), que tenga paciencia con todo lo que no está resuelto en su corazón y que intente amar las preguntas mismas como cuartos cerrados y libros escritos en un idioma muy extraño”. ¿Qué hacer, pues, frente a una respuesta tan sugerente y que en lugar de ofrecer algún consuelo se nos muestra en todo su esplendor como exigencia máxima de la poesía? “Pregúntese en la hora más silenciosa de su noche: ¿debo escribir? Excave en sí mismo, en busca de una respuesta profunda. Y si esta hubiere de ser asentimiento, si hubiera usted de enfrentarse a esta grave pregunta con un enérgico y sencillo debo, entonces construya su vida según esa necesidad: su vida, entrando hasta su hora más indiferente y pequeña, debe ser un signo y un testimonio de ese impulso”. Ahora vuelvo a ese instante de absoluta maravilla en el que abracé esta pregunta por el ángel y decidí continuar tras su inasible presencia. Sin estos duros, cercanos y generosos cuestionamientos de Rilke, seguramente no habría escrito nada.

Por todo esto, cada vez que regreso a esa presencia tutelar que para mí es la poesía rilkeana, no dejo de conmoverme y agradecer, como lo hago hoy, el milagro de permanecer, gracias a esa voz que resuena entrañable, firme en el ejercicio de la palabra y el ritmo que la sostiene, no porque esté convencida de su trascendentalidad, sino porque recrea en mí el pulso mismo de la vida que le da origen.

Comprenderán entonces de qué gozosa manera emprendo esta relectura de las Elegías del Duino. Cómo se realiza o se reencuentra en mí la epifanía intacta de esta pregunta por el ángel, esa manera de invocarlo, de romper los límites del propio silencio para llamarlo a nuestra mesa y mirarlo al rostro sabiendo que ello implica el mayor de los riesgos, el de caer fulminados antes de poder pronunciar la primera palabra. Y es que Rilke nos descubre el símbolo del ángel como asunción de la totalidad, como inminencia de lo abierto, como conciencia máxima de todas las cosas, del mundo, sin desdeñar una sola de sus partes. Tal vez por esta razón, Las Elegías fueron la búsqueda más ambiciosa y temeraria de todas cuantas emprendió Rilke en su obra. Recordemos que transcurrieron diez años entre la primera línea y la última sin que en ellas el paso del tiempo, tal como lo concebimos, cortara el ritmo de esta majestuosa sinfonía metafísica, íntima, intensa y ascendente.

Como bien lo señala Jorge Mario en su prólogo, uno se pregunta de qué esterilidad se quejaba Rilke en sus cartas. Nunca la hubo. Sólo que el ángel, ese anhelo de abrir los ojos y mantenerlos así sobre el mundo, estaba preparando su manifestación en el alma del poeta. Esto es entonces el silencio. Una preparación, un dejar que la vida y la muerte tomen cuerpo en nosotros y nos obliguen a mirarlas de frente, sintiéndolas en cada uno de nuestros miembros como sustancias indivisibles en cuyo centro se descifra la existencia. Todo cuanto conocemos estará ahí, de pie, imposible y transparente. Todo buscará nombrarse y celebrarse en esa región en la que ya no somos uno sino muchos, en la que no habrá un antes ni un después sino la grandeza de un tiempo inabarcable y eterno. “Todo ángel es terrible”, nos dice Rilke en el comienzo de su segunda Elegía. ¿Y cómo no aceptar esta afirmación cuando se está frente a una realidad que se levanta muy por encima de nosotros y nos llama y nos exige una conciencia de totalidad, de absoluto? ¿Una exigencia que promete desbordar nuestros presupuestos, descoyuntar nuestra primera concepción de las cosas, de la naturaleza, del corazón del hombre? ¿Una exigencia que romperá dolorosamente el cuerpo de lo posible para ir tras la sombra de lo imposible? Una de las virtudes del prólogo de Jorge Mario Mejía es que nos muestra, esclarecedoramente, como va operándose esta transformación en la vida de Rilke. De qué manera sus obras anteriores, el Libro de las horas, los Nuevos poemas y los Apuntes de Malte Lourids Brigge (incluso los Sonetos a Orfeo, escritos en un intervalo antes de concluir las Elegías) son como peldaños en esa ascensión, que es al mismo tiempo regreso a las profundidades del ser: “Tengo un interior que ignoraba. Ahora todo se dirige a él. No sé lo que allí ocurre”.

Con este ascenso-descenso, Rilke se convierte en un paradigma de lo que la escritura asumida como riesgo, como destino insoslayable, como aventura del espíritu, reclama en nosotros. De qué manera el poeta debe volver sobre sus propios pasos para cruzar por fin el umbral de un conocimiento puro y primordial de la existencia que quiere celebrar en el poema. Porque la celebración no es otra cosa que la vigilia y el asombro frente a lo que está llamado a nombrar. En este orden de ideas, nada le es ajeno, ni siquiera aquello que aparentemente le niega esta posibilidad. Y es por esto, como bien lo apunta Jorge Mario, por lo que la interioridad a la que atiende Rilke no es otra que aquella “que se descubre al dejar entrar una realidad que desborda la formación de la mirada”. Aprehender el mundo y dejarlo suceder dentro de nosotros, asumirlo como expansión, como apertura infinita, es, acaso, una de las grandes motivaciones de las Elegías.

Es ahora, a la luz de estas consideraciones, cuando comprendo mejor aquellas palabras dirigidas por Rilke al joven destinatario de sus cartas en las que nos revela la necesidad del silencio, esa aparente sequía en la que nos sentimos tan abrumados. Rilke mismo tuvo que padecer este sentimiento para entender que la poesía es un tránsito, un resquebrajamiento de la corteza interior que le dará paso a la presencia devastadora pero al mismo tiempo maravillosa del ángel, de lo abierto como experiencia de lo absoluto, de la verdad, de la luz última del ser en su esplendor inabarcable, como tantas veces lo señala en esta obra.

Con acierto, Jorge Mario Mejía nos presenta un Rilke hecho campo de batalla donde conviven la perentoria necesidad de escribir, de dar cuenta de su paso por el mundo y la conciencia de que ese mundo, visto a través de los ojos del ángel, puede sobrepasarlo, desbordarlo.

Un anhelo de plenitud, de conciencia extrema, de vigilia permanente y por qué no, de inocencia, de volver los ojos al mundo circundante como queriéndolo incorporar a nuestra existencia, a nuestro ser más íntimo, es lo que reclama Rilke en esta primera Elegía. En ella están bellamente enunciados todos los grandes temas que el poeta invocará, una y otra vez, a lo largo de sus poemas: el ángel como presencia consumada, como mirada desvelada, herida de plenitud que vuelve a descubrir el rostro primordial de las cosas; presencia como extensión no escindida del neuma universal; poderosa belleza a la que por fuerza se encaminan todas nuestras aspiraciones: el amor, misterio ineludible al que debemos acceder entendiéndolo como paradigma de lo real; la vida y la muerte como sustancias gemelas que se precipitan y se yerguen conciliadoras en la corriente del tiempo; la necesidad de acercarse a la naturaleza y escuchar sus voces sin separarlas de su corriente primigenia, única, indivisible, y la palabra, ese espejo imposible en el que Rilke espera recuperar la imagen última de todo cuanto yace fragmentado a nuestro alrededor.

Y es que ningún otro fin tiene la poesía. Nombrarlo todo en el límite del lenguaje, asumiendo los riesgos y la resistencia que esto conlleva, hasta que se nos revele su esencia, hasta que desaparezcan los altos muros que nos separan del corazón de las cosas. “Somos las abejas de lo invisible”, apunta Rilke en uno de sus poemas. Lo invisible, es decir, lo que no se nos ha revelado todavía, pero cuya latencia acecha en nosotros mismos. ¿Es entonces el ángel rilkeano el fin supremo de la poesía? Por lo entrevisto aquí ese ángel, según Rilke, es “aquella criatura en la que aparece ya consumada la transformación de lo visible en lo invisible que nosotros cumplimos”.

Como en toda auténtica poesía, en las Elegías del Duino, en otros poemas de Rilke y aun en la prosa iluminada por la urgencia poética, en sus cartas y en sus apuntes, vuelve a nosotros la certidumbre de una carencia que debe ser superada a través del lenguaje, o del silencio y la soledad a los que muchas veces se ve confinado el poeta. Silencio del hombre que anhela la palabra como prueba de su existencia, soledad fecunda del hombre que sabe que su búsqueda no admite lámpara ni compañía que no acudan desde la verdad de su propia experiencia. El milagro de lo invisible restituido a la esencia del mundo sólo se alzará ante él en la intimidad de su corazón, y este hallazgo será intraducible a oídos ajenos, incomunicable.

Si alguna convicción me asiste en este incierto destino de sombras inasibles y espejos es que Rilke será uno de esos poetas a los que siempre volveré agradecida, pues encarnó como pocos la profundidad y el misterio de la escritura. Porque arrostró el riesgo de inclinarse sobre sus palabras y abrir su corazón a sus grandes cuestionamientos y revelaciones, llevándolas hasta su más alta exigencia.

Desde que leí a Rilke por primera vez y hasta el día de hoy, no he dejado de plantearme la poesía como un llamado, como una invitación a permanecer vigilante, atenta a todo cuanto sucede dentro y fuera de mí. Y dicho esto, viene el temor de no cumplir con mi parte, de no acertar en su momento frente al infinito despliegue de puertas que deben abrirse y de cuyas cerraduras la poesía es la llave maestra. Temo que mis pies no resistan la exigencia de los Umbrales “pues lo bello no es más que el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar, y tanto lo admiramos porque impasible desdeña destruirnos”. Temo, pues, que mis palabras no logren atravesar las fronteras de su propio silencio. Sin embargo, hay en mí una certeza, una sola: la certeza de que mis manos nunca entregarán la Llave al abismo de no continuar. Porque la poesía nos exige una voluntad de ser verdaderamente en cada una de las horas de nuestra existencia, incluso en las de mayor dolor y desesperanza. Porque no es un juego de luces, ni un pasatiempo, ni un lenitivo al momento de sentir lo vertiginoso de la vida, de nuestro estar vivos. Al contrario, la poesía nos entrega una visión descarnada y total de las cosas, una visión completa, con sus regiones de luz y sombra, con sus imágenes de destrucción y renacimiento, con sus pequeñas, grandes muertes y sus ciclos infinitos. “Sí, las primaveras sin duda necesitaban de ti. Algunas estrellas confiaban en que percibieras su rastro. Una ola de lo pretérito encrespada se acercaba, o cuando pasabas de largo ante aquella ventana abierta un violín se te daba”.

Enfrentar nuestro destino, resistir de cara al ángel, permitir que despierte definitivamente en nosotros aquello que intuimos. Pero Rilke sabe que esta dura empresa requiere de nosotros casi la condición de héroes. Sabe que para que esto suceda es necesario un desprendimiento, una ruptura violenta con aquello que nos distrae y roba nuestro impulso.

Y para acercar más a nosotros esta noción de abandono, de abrir la carne y los sentidos a la experiencia de lo invisible, de lo esencial, introduce en sus Elegías la presencia de los amantes: “¿No es tiempo de que al amar nos liberemos de lo amado y estremecidos resistamos: como la flecha resiste el anhelo de la cuerda, para, recogida en el arrojo, ser más que ella misma?”. Y detrás de los amantes viene también el motivo de la muerte, el cual logra acercarnos como una de las etapas que el hombre debe comprender para llegar al ángel, es decir a la totalidad del sentido único de la existencia: “Cierto, es extraño no habitar más la tierra, dejar de practicar costumbres aprendidas, no dar la significación del humano porvenir a las rosas, y a otras cosas especialmente prometedoras; lo que uno fue en manos infinitamente angustiadas, no serlo más, y aun el propio nombre como a juguete roto hacerlo a un lado. Extraño, no seguir deseando los deseos. Extraño, ver flotar tan suelto en el espacio todo aquello que guardaba relación. Y el estar muerto es penoso y lleno de aprendizaje para percibir poco a poco un rastro de eternidad. –Pero los vivientes cometen todos el error de diferenciar con excesiva contundencia. Los ángeles (se dice) no sabrían a menudo si van por entre vivos o por entre muertos. La corriente eterna arrastra siempre consigo todas las edades a través de ambos reinos y en ambos las acalla”.

Si bien a lo largo de sus diez Elegías Rilke nos insta a la transformación de lo visible en lo invisible, a renunciar al fragmento para acceder a la totalidad, a suprimir la mirada miope y cerrada para disponernos a lo abierto, a la máxima comprensión del mundo que nos habita y que habitamos, no se aparta jamás de la conciencia de que sólo entregándose a la contemplación y a la celebración de lo corpóreo, de lo terreno, de ese “mundo interpretado” podremos cumplir la misión a la que el poeta se ve avocado por el ángel. Ardua tarea que le llevará tiempo, el tiempo de su escritura, el tiempo de su silencio. No por otra razón Rilke nos habla de permanecer por duro y terrible que sea este tránsito. Resistir.

Y porque la poesía nunca es totalmente nuestra, nos acompaña un instante que permanece como eterno. Se deja entrever, y en cada poema escrito nos sugiere las líneas de un territorio, de un estado primigenio que debemos reconquistar. Cuando se publica un libro, va en él un fragmento de nuestra búsqueda, un pedazo frágil de nuestro deseo, la posibilidad de que tu mirada pueda ampliarse en otros ojos, en la escritura silenciosa de otro tiempo que también es el tuyo. Y ese poema, ese libro, ese fragmento de visión, vuelve siempre a nosotros transformado, más libre o más oscuro, pero con las huellas de otras voces grabadas en su corteza. Es la sombra de tu mano multiplicada que sin embargo no te pertenece.

Saber que no se alcanza, que la escalera es infinita, que se multiplican sus peldaños cada vez más en la medida en que ascendemos. Que no bastan todos los lenguajes, que la voz suele traicionarse, que desconocemos el timbre, la modulación inicial. Podría pensarse que el oficio del poeta termina en la página, en los libros, en la copa oxidada del verso, en la escritura. Pero ¿qué hace a ciertas horas mirándose fijamente, como si contemplara un sol desconocido y lejano? ¿Qué hace al filo de su noche intentando cruzar un espejo roto? Nadie que no haya experimentado en la oscuridad de su cuerpo, en la frágil corriente de su sangre, en los laboratorios subterráneos de su alma el peso sin fin de la poesía, sus espadas, su exigencia implacable, podría saber. Todo auténtico poeta deja al escribir, del lado de lo oscuro, la mejor parte, no porque quiera hacerlo sino por la imposibilidad de que la visión permanezca intacta. No hay lenguaje poético que no sea ruptura; no hay palabra que no traiga consigo la muerte por inanición. Sin embargo, y esto también lo sabe el poeta, es preciso merecer el silencio a través de la imperfección de la palabra, del lenguaje como piedra ritual donde vienen a caer fragmentados los vestigios de un sueño mayor. Es con esta mínima parte con la que el poeta debe luchar siempre. Ese “ángel terrible” cuyo rostro debemos encontrar entre las ruinas de lo que una vez fuimos y cuyo gesto se perfila a cada instante sin que se nos otorgue plenamente. Siempre a la búsqueda, siempre, sabiendo que la verdad y la belleza son incomunicables, inaudibles, invisibles e impronunciables. Es preciso mantenerse fiel, sin embargo, a esta precariedad, porque es en la medida en que el poeta permanezca, como el árbol imperfecto dará su fruto definitivo. ¿Quién puede saltarse, omitir o ignorar una sola de sus ramas? El secreto es la contemplación, mirar fijamente lo deforme de la piedra hasta que no necesitemos más la palabra piedra y seamos ella misma. Entonces sí habremos alcanzado, entonces sí estaremos de regreso. La poesía es el conocimiento esencial y puede prescindir de todo lenguaje, incluso de los poetas que todavía necesitamos de las palabras. La poesía simplemente abre los ojos y nos enseña lo que tenemos pero también lo que no tenemos. Ella se ha entregado pocas veces y se ha entregado a quienes pronunciaron su sílaba en silencio y trazaron su misterio en el aire o en el polvo. Los demás – y todo poeta está llamado a este deber- reconocemos lo exiguo de nuestras ceremonias nocturnas, lo innombrable del prodigio al que nos convocan, teniendo como única certeza nuestra misión de estar atentos a cada señal de la poesía.

Para dar cuenta de cuán próximo ha estado Rilke en mi propia experiencia poética, transcribo el texto que abre mi más reciente libro, y cuya intención era, precisamente, rendirle un discreto homenaje a esta conciencia exaltada de la poesía que ha sido Rainer María Rilke:

EL AIRE SE ABRIÓ LENTAMENTE con el sonido de las campanas, y en los cuartos,
cada cosa ocupó su lugar y su nombre.
Todo era posible bajo esa luz de invierno en la que señalaste un jardín cerrado,
un estanque vacío esperando por mis ojos. Era preciso
mirarlo con atención antes de que se diluyera en la sombra.
Estábamos inmersos en el paisaje, y las voces del jardín venían desde adentro,
y las formas encontraban entre sí su correspondencia.
Algo dijiste del vacío, y a lo lejos,
la fuente brilló en su penumbra.
Esto es lo que soñamos. Hundirnos en la transparencia
y en el movimiento de la luz. Ella recorre paciente lo que para nosotros
ha perdido su misterio. Aquí están todas las cosas recién descubiertas.
Puedo escuchar el rumor de las puertas que se abren
para conducirnos a otro silencio, y cómo cavamos en él
aunque las cuerdas de la voz se hayan debilitado.
El estanque se cubrirá de agua. Puedo presentirla.
Es oscura y asciende hasta tus ojos llenándote de extrañeza.
Pero delante de ti, nada perderá su claridad.
Deja que tu corazón entable cercanía con la muerte,
que allí también encontrarás presencias luminosas.
Será entonces como si nunca
te hubieras apartado del camino: “El resistir lo es todo”.
***

(Envigado, noviembre de 2010)

***

(Variación del texto leído en la presentación de las Elegías del Duino, Editorial Universidad de Antioquia, en traducción de Jorge Mario Mejía, nov 3 de 2010)