martes, 19 de marzo de 2013

Entrevista al poeta Juan Carlos Mestre, de Hasier Larretxea

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El poeta y artista visual Juan Car­los Mes­tre (Villa­franca del Bierzo, 1957) se coló, inevi­ta­ble­mente, den­tro de los libros de poe­sía más des­ta­ca­dos con la publi­ca­ción de la extensa y arries­gada La bici­cleta del pana­dero (Calam­bur, 2012). Su poe­sía, que ilu­mina los con­tor­nos oscu­re­ci­dos de la memo­ria y la insu­rrec­ción esté­tica, diri­gida frente a los dis­cur­sos domi­nan­tes.  Todo ello dota a este libro del valor de una pie­dra angu­lar en la poe­sía escrita en cas­te­llano en estos comien­zos de siglo XXI. El sim­bo­lismo de la con­cien­cia cívica y la desobe­dien­cia ante lo abso­luto e imperante.
Esti­mado Juan Car­los, ¿cómo le gus­ta­ría que le presentaráramos?
Pre­sen­tar, mos­tar, exihir, malos ver­bos, amigo Hasier, para el que no le cuenta los dien­tes a los caba­llos. Hable­mos mejor de lo que silen­cio­sa­mente ha de ser lo borrado como tacha­dura de las pre­sen­cias obse­si­vas. El poeta acude a la cita con lo invi­si­ble, no al mos­tra­dor de las exhi­bi­cio­nes. Nada con las mer­can­cias de lo noto­rio, menos aún con la figu­ra­ción rea­lista y el perio­dismo de exhi­bi­ción. El único pla­cer ante la socie­dad de clien­tes es la de fugarse de su publi­ci­dad tóxica, con­ver­tirse en un exi­liado de los nego­cios de equi­li­brio, en un prac­ti­cante del des­ajuste. La poe­sía solo es hue­lla, ambi­güe­dad, nada pre­ciso aun­que sí pre­cioso sin remi­nis­cen­cias de aque­lla belleza de con­fe­sio­na­rio, de lo cul­poso ante las ceni­zas de la ima­gi­na­ción. Lo que per­ma­nece ape­nas es una hue­lla inter­pre­ta­ble tras haberse apa­gado lo oído en el fuego donde con­ver­san las lla­mas. De nada ser­ví­ria nin­guna pre­sen­ta­ción para expli­car el adul­te­rio fre­né­tico entre lo entre­sa­cado a lo reeal y la inun­da­ción del tes­ti­mo­nio desde el afuera, ese mes­ti­zaje cele­bra­to­rio con las sus­tan­cias laten­tes y por todo con­ta­mi­na­das de lo maravilloso.
¿En qué medida marca esa infan­cia en Villa­franca del Bierzo y la memo­ria de los des­a­pa­re­ci­dos a la hora de (re)crear un ima­gi­na­rio poé­tico (sim­bó­lico) como el que nos ofrece La bici­cleta del pana­dero?
La patria natal ha muerto, y con ella la pró­te­sis del orí­gen. Des­a­pa­re­cido el tiempo afec­tuoso de los padres, la vejez de ese mundo se pre­ci­pita ya en lo abis­mal, se suplanta por los deco­ra­dos crí­ti­cos de otro y nuevo fra­caso: lo que se extin­gue en su cíclica rutina, inten­tar no vol­ver al verso de la obvie­dad, asu­miendo la pér­dida como des­tino y la ruina como único tesoro para que siga jugando el esque­leto del niño. Acaso la expul­sión del Paraíso como pen­saba Kafka haya sido un golpe de suerte y la memo­ria del lugar onto­ló­gico de los pri­me­ros des­lum­bra­mien­tos, la tras­no­chada sabi­du­ría de los alcoho­les ado­les­cen­tes, la deseante inquie­tud de la lec­tura de otros cuer­pos, se haya meta­mor­fo­seado en taci­turno jabalí que solo espera la resu­rrec­cion de los caza­do­res muertos.
La tem­po­rada de la nos­tal­gia ha ter­mi­nado, aun­que se man­tenga encen­dida alguna sumisa can­dela en la raíz de los mon­tes de urces, en las venas popu­la­res del canto de los ríos bajo los podri­dos puen­tes de madera. Todo lo rela­tivo a la subli­ma­ción de los ori­ge­nes ha entrado en defi­ni­tiva veda. Si algo de amor per­mance es hacia la mudez de las pie­dras que mar­can el tiempo civil de la per­so­nas, las que con­ti­núan en su mis­te­rioso anhelo de no decir­nos nada, pero pro­pi­ciando el acceso a la con­tem­pa­ción de lo otro, a la escri­tura del desas­tre invi­si­ble y la lumi­no­si­dad ate­rra­dora del gran desam­paro. La aldea ha sido arra­sada por los mer­ca­de­res pari­si­nos o los nue­vos inte­gis­tas del con­sumo lle­ga­dos del Moscú vati­cano, un asco, una mez­cla de fré­jo­les y curas para echar de comer al olvido.
Más que marca lo que per­vive son cica­tri­ces, hue­llas de un dolor aún pen­diente de con­cluir, ances­tral­mente atá­vico, la tie­rra irre­denta que res­piré en los pri­me­ros poe­mas de Gil­berto Ursi­nos, la iden­ti­fi­ca­ción con las víc­ti­mas de la pobreza que hallé en Gamo­neda, las domi­na­cio­nes y los actos de fuerza, los daña­dos por el omi­noso silen­cio de la nada edi­fi­cante his­to­ria civil de la escla­vi­tud y el tra­bajo en las minas y la humil­dad sin ros­tro de los cam­pe­si­nos de la alta mon­taña. Mire, decía Artaud que no creía que hubiera nadie que haya jamás escrito, o pin­tado, escul­pido, mode­lado, cons­truido o inven­tado, a no ser para salir del infierno, pues bien, yo me siento un con­tri­bu­yente a la vero­si­mi­li­tud de esa esta­dís­tica, escribí para huir de aquel infierno de cuchi­chean­tes betas y resen­ti­dos pro­gres reac­cio­na­rios. Como en el poema de Pré­vert El esco­lar pere­zoso, dije no con la cabeza pero dije si con el cora­zón y sin preo­cu­parme de la furia del maes­tro ni de las bur­las de los niños pro­di­gio con tizas de todos los colo­res sobre el ence­rado del infor­tu­nio dibujé el ros­tro de la feli­ci­dad. O algo parecido.
Foto: A. G. Puras
Foto: Eduardo Gon­zá­lez Puras
¿Qué lec­tura o expe­rien­cia vital le marcó para que se acer­cara al ámbito de la poesía?
El mas­ti­car can­gre­jos hasta exha­lar­los por la punta de los dedos al tocar un piano, que diríaLezama; todo viene de ahí, de la dia­léc­tica de la com­bus­tión, del que­mar pala­bras en el horno de la con­cien­cia para hacer el pan de los siem­pre nue­vos y desa­fian­tes sig­ni­fi­ca­dos del por­ve­nir y la aper­tura. La aper­tura hacia la resig­ni­fi­ca­ción de lo invi­si­ble. Yo conocí de muy ado­les­cente, toda­vía casi un niño, a algún poeta, lite­ral­mente poe­tas, no escri­bi­do­res de bana­li­da­des bien ento­na­das; su con­ducta de árbo­les dig­nos en aquel bos­que­ci­llo de meque­tre­fes peda­gó­gi­cos y des­agra­da­bles aris­tó­cra­tas con cue­llo de jirafa que era la socio­lo­gía de la vieja villa mar­que­sal, mi pue­blo, Villa­franca del Bierzo. Des­obe­de­cían por aquel enton­ces Gil­berto Ursi­nos y Gamo­neda, tam­bién Anto­nio Pereira ya se había salido del surco. No fue difi­cil admi­rar su ince­sante encan­ta­miento frente a la abu­rrida estul­ti­cia de la escle­ro­ti­zada clase domi­nante, las fuer­zas muer­tas que se resis­tían a ser ente­rra­das des­pués de haber aca­bado con todos los sue­ños vivos.
Leí y todo comenzó a arder en mi cabeza, tenía catorce años y la poe­sía se me reveló como la única posi­bi­li­dad que mi vida tenía a su alcance. Esa herra­mienta la había escrito Gamo­neda: “la belleza no es un lugar donde van a parar los cobar­des”. ¿Quién con catorce años no se va a atre­ver a la aven­tura de subirse al tejado de la revuelta? No hubo, ni lo bus­qué ya nunca, camino de regreso. Estaba bien en aquel lugar, en esa intem­pe­rie que sigue a la espera de la repo­bla­ción espi­ri­tual del vacío, del dar fe en los terri­to­rios del aban­dono, del dejar cons­tan­cia de los des­pla­za­mien­tos por el len­guaje donde arraiga el último acto de la dig­ni­dad colec­tiva: la pie­dad, la mise­ri­cor­dia para con las víc­ti­mas del desam­paro, la creen­cia en la jus­ti­cia de que algun día las estre­llas serán para quien las trabaja.
¿Cuál es el camino, cuá­les los sen­de­ros que ha atra­ve­sado Juan Car­los Mes­tre para alcan­zar la pre­ci­sión y la alu­ci­na­ción de su len­guaje poé­tico, tan latente en La bici­cleta del pana­dero?
Se suele enten­der por alu­ci­na­ción las sen­sa­cio­nes sub­je­ti­vas radi­cal­mente fal­sas, en algo cie­gas, en mucho qui­mé­ri­cas. No, yo no he tenido nunca cons­cien­cia de pade­cer tal tran­si­to­rie­dad enaje­nante en mi len­guaje. Escribo como pienso, y pienso tal como vivo, con­tra el reju­ve­ni­ci­miento de las pla­ñi­de­ras y la tris­teza teó­rica de las cáte­dras. La pre­ci­sión es un asunto rela­cio­nado con las tuer­cas y los engra­na­jes mecá­ni­cos que deter­mi­nan los rit­mos del queha­cer nor­ma­tivo. Para mí la poe­sía es esen­cial­mente una acti­vi­dad dis­gre­ga­dora del método, indis­ci­pli­nada por la natu­ra­leza misma del len­guaje del que pro­cede, el sis­tema per­cep­tivo de la intui­ción frente a la prag­má­tica de los epi­so­dios regu­la­do­res del relato. No tengo nin­guna con­cien­cia de haberme desen­vuelto en ese ámbito de rela­cio­nes sig­ni­fi­ca­ti­vas, la para­doja alucinación-precisión, al con­tra­rio, pienso que no he escrito una sola línea que no guarde rela­ción con un estí­mulo vin­cu­lante, con una expe­rien­cia sen­so­rial cons­cien­te­mente interio­ri­zada a par­tir de los dis­cur­sos del afuera.
Mi poe­sía habla de mi vida, de mi par­ti­ci­pa­ción en el adve­ni­miento y en el pre­sen­ti­miento, en la vér­te­bra filo­só­fica del pen­sar y en el balan­ceo de lo que otra mano desde lo mis­te­rioso empuja, des­es­ta­bi­liza y des­or­dena. Asunto dife­rente sería el modo del actuar lin­güís­tico, el pro­ce­di­miento de la elec­ción no ele­gida, la incli­na­ción hacia la capa­ci­dad nega­tiva de lo iden­ti­fi­ca­to­rio con lo nom­brado, la cono­cida hipó­te­sis de Keats res­pecto a la par­ti­ci­pa­ción en la pre­sen­cia del len­guaje como una reali­dad objetivable.
Mire, Hasier, usted como poeta lo sabe per­fec­ta­mente: el único tras­torno es la reali­dad fin­gida de lo real. Yo escibo lo más leja­na­mente posi­ble a la inne­ce­sa­ria obvie­dad rea­lista, soy un cara­col des­calzo sobre el ras­tro de los con­ver­sa­do­res del peli­gro, me atrae la bús­queda, recor­tar con las tije­ras de la invi­si­bi­li­dad los con­tor­nos sobran­tes, pero tam­bién intento pres­tar mi cabeza al ciu­da­dano más pró­ximo, rea­li­zar la exca­va­ción en tér­mi­nos de lo posi­ble, en estí­mu­los racio­na­les del hallazgo. Esta­mos hablando de mate­ria­les poé­ti­cos, no de bis­bi­seos melan­có­li­cos para lla­mar la aten­ción de los gatos domés­ti­cos de la docen­cia. De momento deje­mos el irra­cio­na­lismo para el canto de las ranas.
¿Y desde dónde parte la mecha a la hora de gene­rar esas atmós­fe­ras con­tra­pues­tas, ese mundo tan con­creto y tan suyo (y a la vez, de todos)?
Acaso de la pre­sen­cia súbita de una leja­nía, el habla de los ante­pa­sa­dos que se entre­nan de noche para la resu­rrec­ción, lo reapa­re­cido por la frac­tura de La Cábala y las luce­ci­tas del Zohar. La poe­sía es con­so­la­dora por­que musita en la oreja la res­puesta sin nece­si­dad de que haya habido pre­gunta, y esa res­puesta sim­pre es otra pre­gunta. Yo he lle­gado tarde a las estruc­tu­ras, por eso ser el último en la tarea de la desor­ga­ni­za­ción dis­cur­siva no es nin­gúna tarea que yo pri­vi­le­gie conscientemente.
Lo que se revela lo hace en cuanto fluir cuán­tico de las par­ti­cu­las ele­men­ta­les de la con­cien­cia, de la fra­gante acti­vi­dad ató­mica de lo musi­cal, quarks con sabor al sig­ni­fi­cado que trans­por­tan y que aún invi­si­bles a la obser­va­ción del dela­tor gra­má­tico lle­gan al poema a tes­ti­mo­niar su ser de memo­ria, su nos­tal­gia de por­ve­nir, y sueño, la resig­ni­fi­ca­ción del mito… Esos mate­ria­les de los que junto a lo reli­gioso de la ima­gi­na­ción está hecha la poe­sía, la cien­cia inocente de su deli­ca­deza y el atisbo de su inma­nente supers­ti­ción, lo que a par­tes igua­les es la para­doja del sig­ni­fi­car e ins­cri­bir el len­guaje en la reali­dad de la vida, de rein­ter­pre­tar lo que siem­pre ha estado ahí como un decir imper­fecto some­tido a una cons­tante trans­for­ma­ción de sen­ti­dos. La lucha por la sobre­vi­ven­cia acaso sea tam­bién la lucha por los sig­ni­fi­ca­dos del exis­tir, la com­pren­sión del des­tino humano y la resis­ten­cia trans­cul­tu­ral a los terri­to­rios impu­ros del poder.
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Foto: Eduardo Gon­zá­lez Puras
¿De qué manera el pasado y la memo­ria son un cobijo y una for­ta­leza en su poesía?
For­ta­leza nin­guna, la poe­sía resiste pre­ci­sa­mente los actos de fuerza del saber, del supuesto y pre­ten­dido saber que antes o des­pués deviene en dis­curso de domi­na­ción. Apre­cio, sin embargo, la debi­li­dad como cons­truc­tor de otra forma de inte­rés, la que aporta deli­ca­deza a los dia­lo­gos de la civi­li­za­ción, la memo­ria dis­tor­sio­nante frente al impe­rio de la cul­tura del olvido, la voz aún sin pro­nun­ciar de las víc­ti­mas frente al alta­voz exten­tó­reo de los alta­vo­ces de los Esta­dos patrió­ti­cos. La memo­ria es no solo el desa­fío de la con­ducta ética con­tem­po­rá­nea, sino la pri­mera y más sig­ni­fi­ca­tiva de las per­ti­nen­cias mora­les here­da­das del con­cepto de la dig­ni­dad humana, lo nunca humi­llante de esa iman­ta­ción que lla­ma­mos jus­ti­cia del bien en los espa­cios del encan­ta­miento público y la miser­cor­dia civil.
¿En qué momento y de qué manera surge el hilo que le lleva a hil­va­nar un poema?
En mí el cons­truc­tor de la pre­sen­cia lin­güís­tica siem­pre llega sin invo­ca­ción, como algo inar­ti­cu­lado pero oído con cla­ri­dad en su con­ducta de que­rer sig­ni­fi­car, así y des­pués de un per­sis­tente ase­dio de refle­xión que puede, en no pocos casos asi ha sido, durar meses, años. Una sim­ple nota, una situa­ción, un acon­te­ci­miento recon­ver­tido en obse­siva pre­sen­cia de recuerdo, de incom­pren­si­ble reso­lu­ción en cuanto enigma del afuera del len­guaje, en suma ese hilo que usted refiere con­du­ciendo irre­so­lu­ble­mente a la con­cien­cia de algo de lo que yo no podría tener con­cien­cia de nin­gún otro modo crí­tico, con­tem­pla­tivo o esté­tico que no fuese en su sus­tan­cia de mate­ria poé­tica. No me pre­gunte qué entiendo por ello, llego hasta ahí, a las puer­tas del poema, no sabría y tam­poco me interesa mucho escla­re­cer los meta­bo­lis­mos de su géne­sis, la quí­mica de su orga­ni­ci­dad, no, el asunto se resuelve en tér­mi­nos de mis­te­rio­si­dad, de infi­nita mis­te­rio­si­dad fuera del espa­cio que otorga tiempo al pen­sa­miento de lo his­tó­rico. Los orni­tó­lo­gos siem­pre se empe­ñan en saber más que los pája­ros. Huir de las redes es la con­signa, no nos cazan para sal­var­nos, sino para ven­der­nos, para exhi­bir­nos domes­ti­ca­dos, para dige­rir­nos. La vida es otra cosa. Y la poe­sía también.
Ha sido toda una decla­ra­ción de inten­cio­nes la publi­ca­ción de la arries­gada y com­pleja última obra.
¿Arries­gada? ¿Com­pleja? Ya me hubiera gus­tado asu­mir la res­pon­sa­bi­li­dad de tal empeño, no es así, admito la posi­bi­li­dad como en toda acti­vi­dad crea­tiva de su resul­tado fallido, pero riesgo, lo que se entiende por riesgo yo no he corrido nin­guno, escribo de la única manera que sé hacerlo, en ple­ni­tud de duda; no me ha asis­tido otra volun­dad exenta al pro­pio acto de escri­tura, la hue­lla de por donde antes ha pasado la som­bra de mi vida, tam­poco tan com­pleja como para que no pudiera sen­ci­lla­mente ser enten­dida por cual­quiera de los otros y mul­ti­ples seme­jan­tes que somos cada uno de noso­tros ante el espejo sin reflejo de lo otro. La poe­sía no tiene otra inten­ción que ser eso, estar ahí en medio de la calle, en la alta buhar­di­lla de su pobreza, siendo lo que único que puede ser si es que lo es: poesía.
¿Qué cami­nos atra­viesa La bici­cleta del pana­dero?
Las calles del aire y del agua, lejos de lo alti­so­nante y reve­ren­cial de los sen­ti­men­ta­lis­mos del yo emo­tivo, esa inne­ce­sa­ria socia­li­za­ción de las lágri­mas de alta velo­ci­dad en que se ha ido con­ver­tido la red de ferro­ca­rri­les per­so­na­les, las para­le­las del sis­tema orgá­nico del faci­lismo, la apo­lo­gía de lo mer­can­til aso­ciada a la cua­li­dad lite­ra­ria, basura sobre basura. Intento dar un rodeo, bor­dear el cen­tro por los subur­bios de las otra zonas prohi­bi­das al pen­sa­miento alea­to­rio de lo mágico y dis­gre­gante, de lo radi­cal­mente incon­su­mi­ble. En una bici­cleta como la mía solo se puede ir, solo se puede lle­gar a donde lo per­mita el buen tiempo y la gene­ro­si­dad de los cami­nos del otro, la opro­vi­den­cia de Pla­tón y Leví, ese des­co­no­cido que nos com­tem­pla desde el espejo.
Foto: Eduardo González Puras
Foto: Eduardo Gon­zá­lez Puras
¿Qué le hace creer en la poesía?
Este diá­logo con usted, Hasier, por ejem­plo. Usted escri­bió sobre la dis­tan­cia entre una oveja y un cuervo, pues uno escribe para des­cu­brir esas cosas, la inuti­li­dad impres­cin­di­ble de la medida de y entre las cosas, de su inter­ac­ción en el mundo. Inter­pre­tar la res­puesta que da cada ins­tante del mundo sin que exista ya la pre­gunta, reco­no­cer las seña­les y sus dis­fun­cio­nes que par­ti­ci­pan de la lec­tura del uni­verso. Tene­mos fe en el veneno, escri­bióRim­baud. Ahora que el veneno finan­ciero pare­ciera cons­ti­tuir la única fe de la socie­dad publi­cia­ta­ria, lo con­su­mi­ble, la esca­to­lo­gía de la usura, acaso pudiese ser la poe­sía buen un buen antí­doto con­tra la rui­nosa plaga moral que rinde culto al vacío teo­ló­gico de la gaso­lina y las bebi­das refrescantes.
¿En estos tiem­pos tan pre­ca­rios, cuál sería el come­tido de la poesía?
El mismo que ha tenido siem­pre, hablar, dar que hablar al silen­cio que sus pala­bras desa­lo­jan. Acaso tam­bién la de inten­si­fi­car a tra­vés de la len­gua otro modo de cono­ci­miento de la expe­rien­cia humana, y en su tras­torno de volun­tad con­tri­buir a opo­ner el más radi­cal de los actos aje­nos a la fuerza, la com­pa­ñía impre­vi­si­ble de los pen­sa­mien­tos que a tra­vés de las civi­lli­za­cio­nes han hecho de un poema, de casi todo poema, un acto de resis­ten­cia al mal.
En sus poe­mas es latente el com­pro­miso con la vida y con la reali­dad social. ¿Qué le lleva a plas­marlo en sus ver­sos? En su opi­nión, ¿de qué debe(ría) ser reflejo la poe­sía (actual)?
No conozco nin­guna obra de nin­gún poeta con un mínimo de inte­rés en la que no esté latente el com­pro­miso con la vida y con la reali­dad social, incluso la nega­ción de ese com­pro­miso, por deter­mi­na­ción de ausen­cia y renun­cia al vínculo de res­pon­sa­bi­li­dad frente a la pre­ca­rie­dad de un otro, com­pro­mete, y de qué manera, la cate­go­ria ética del indi­vi­duo. El len­gu­jae no es un exu­da­ción inocente de la con­ducta humana, ni el acto reflejo una fisio­lo­gía incons­ciente, el len­guaje es pen­sa­miento, cons­truc­ción ideo­ló­gica del mundo y por tanto vínculo, del tipo que sea, con la vida y el con­texto social de su práxis.
¿Cómo podría hacer jus­ti­cia a la vida la poesía?
Con­tri­bu­yendo a des­tiempo, anti­ci­pán­dose, nom­brando al con­tra­tiempo de lo omi­noso; la adver­ten­cia esté­tica que siem­pre deviene en ética de la con­ducta, el dete­ni­miento en que la cate­gro­ría apla­zada de lo bello haga com­pa­ñía a cate­go­ría negada de lo justo, lo que no queda tan lejos de aquel pen­sa­miento de John Keats y su vin­cu­la­ción entre poe­sía, ver­dad y belleza. Parece una poco ori­gi­nal reca­pi­tu­la­ción teó­rica, cier­ta­mente, pero el fan­tas­mal mundo con­tem­po­rá­neo ha logrado con su omi­nosa con­ducta lo que pare­cía ya peri­cli­tado por la con­quista de deter­mi­na­dos dere­chos civi­les, la nece­si­dad de vol­ver a pen­sar en tér­mi­nos de len­guaje las uto­pías de la feli­ci­dad. Tal vez pueda la poe­sía con­tri­buir desde su desolada con­di­ción de vigi­lan­cia ben­ja­mi­ni­ana a la adver­ten­cia de lo que de nin­guna manera ha de vol­ver a cum­plirse, las mise­ra­bles aspi­ra­cio­nes del fas­cismo eco­nó­mico y el some­ti­miento de la socieda civil al impe­rio mez­quino de los mercaderes.
Foto: Eduardo González Puras
Foto: Eduardo Gon­zá­lez Puras
¿Cree que La bici­cleta del pana­dero y su escri­tura, en oca­sio­nes iró­nica, que roza lo absurdo, es res­puesta a la situa­ción social actual?
Apren­der a ser libre, escri­bió Octa­vio Paz a pro­pó­sito de Cer­van­tes, es apren­der a son­reír, la iro­nia es un ale­gato des­cons­truc­tor de la serie­dad siem­pre repre­siva del poder y su sober­bia obs­ti­na­ción por men­tir. Enfren­tar al poder con su absurda pre­sen­cia, a los pode­roso frente a la pro­pia mueca de su asco, a las ins­ti­tu­cio­nes que por encima de los indi­vi­duos han con­ver­tido en una auten­tica pesa­di­lla las estruc­tu­ras socia­les de la depen­den­cia y el some­tie­miento a lo fác­tico, es un deber poé­tico, reirse de ellos en los fune­ra­les por las ban­de­ras, los esta­dos, las fron­te­ras, las patrias tapi­za­das por la inocen­cia de masa­cra­das gene­ra­cio­nes de per­so­nas dec­so­no­ci­das… Ese es el sig­ni­fi­cado del nuevo y viejo desa­fio frente a la cruel­dad, el poema, una bella patada en el culo de las fian­zas del horror, de las jerar­quías polí­ti­cas de la vergüenza.
¿El Pre­mio Nacio­nal de Poe­sía obte­nido por La casa roja (Calam­bur, 2008) qué supuso para usted?
Nada de inte­rés, yo no estoy en ese guiso. Cézanne decía que los hono­res solo pue­den estra hechos para los cre­ti­nos, los gol­fos y los píca­ros. Un poeta debe creer en san­tos y en los expe­dien­tes abier­tos por el silen­cio a los musi­cos y a las hadas. Tal vez algún imper­ti­nente ruido y algún más que pres­cin­di­ble conato de vani­dad afor­tu­na­da­mente espan­tado. Mire usted, las recom­pen­sas solo ponen pre­cio a la cabeza de los fora­ji­dos. He pasado más de la mitad de mi vida en la oscu­ri­dad, he des­car­gado camio­nes de oscu­ri­dad hasta herirme las manos. A otra lám­pra con esa luz, a otro hueso con ese perro que guarda la casa vacía.
¿Cuá­les serían las trans­for­ma­cio­nes más con­si­de­ra­bles de la poe­sía escrita en cas­te­llano en estas últi­mas décadas?
Múl­ti­ples, pero esen­cial­mente el haber dina­mi­tado la orto­do­xia con­cep­tual de las ten­den­cias auto­pro­cla­ma­das como domi­nan­tes, resi­duos moda­les de los ges­tua­li­dad vic­to­riosa y su ten­den­cia a la exclu­sión de cuanto dife­ría de sus mode­los cano­ni­zan­tes. Han sal­tado por los aires cla­si­fi­ca­cio­nes y caba­llos de carre­ras, seño­ríos y aris­to­cra­cias esté­ti­cas pre­go­ne­ras de la falsa sen­ci­llez retó­rica; la poe­sía ha regre­sado al terri­to­rio de las enso­ña­cio­nes, del libre ejer­ci­cio de con­cien­cia, a las trin­che­ras del mayor pro­yecto espi­ri­tual del ser humano: las uto­pías de la ima­gi­na­ción y su defensa del dere­cho civil a la feli­ci­dad. Todos los terri­to­rios vuel­ven a estar dis­po­ni­bles, el que se aven­tura a res­tar retó­rica y el del que ampli­fica elsiem­pre más de lo ilimitado.
La orto­do­xia canó­nica de la pre­cep­tiva ha con­cluido su abu­rrida tarea de fabri­ca­ción de bana­li­da­des, los ins­pec­to­res de la vieja fis­ca­li­dad retó­rica se han visto des­bor­da­dos por la bella ile­ga­li­dad de los dados de Mallarmé, la revuelta de los nue­vos y más jóve­nes ha asu­mido la desobe­dien­cia a los len­gua­jes de domi­na­ción como única con­signa. Por ahí va, creo yo, el por­ve­nir de la pala­bra poé­tica y su tarea en la repo­bla­ción espi­ri­tual del mundo.

jueves, 7 de febrero de 2013

Entrevista / El Mundo de Medellín

Palabra y obra

The world named by Lucía Estrada

El mundo nombrado por Lucía Estrada
2 de Febrero de 2013


Lucía Estrada publicó, en 2012, su libro “Cuaderno del ángel”, con la editorial Sílaba. Este poemario fue ganador de una Beca de Creación Artística de la Alcaldía de Medellín.


Lucía Estrada hizo parte de la organización del Festival Internacional de Poesía de Medellín durante cinco años.
Cortesía, Jairo Ruiz Sanabria

Diana Carolina Mejía

Lucía Estrada nació en 1980, en la década más convulsa, cruenta y violenta de la historia reciente de Medellín. El narcotráfico y el sicariato, las bombas. Las balas. El caos. La muerte. El ruido. El hampa. El dinero. El dinero fácil.

En medio de tanta agitación, tanto dolor y tanto miedo, por ahí, en algún punto de una ciudad que albergaba indistintamente a más de dos millones de almas: los buenos, los malos, los desposeídos, los indiferentes, las víctimas, los victimarios, los “donnadie”, los patrones; una niña tímida y silenciosa se inventaba su propia ciudad. El mundo se abría ante sus ojos no como una realidad sino como una posibilidad: estaba allí para ser inventado. El mundo de afuera era maleable a sus ficciones, a sus primeras fantasías, a sus primeros juegos.

Lejos estaban los otros. Lejos el dolor, lejos el horror. Su mundo se fue construyendo hacia adentro, bajo la mirada limpia y protectora de los padres, bajo la sombra confortable de ser la menor de los hermanos, la princesa de casa.

Contrario a lo que lectores desprevenidos pudieran esperar de las estéticas de una mujer joven que escribe en esta Medellín confundida, superficial y trastornada, Lucía Estrada despunta con una poética universal, madura, profunda, lírica, fina y reflexiva, elogiada por sus pares y los lectores (que para la poesía no son muchos, pero los que hay son selectos y exigentes).

Elude asuntos que se han convertido en lugares comunes. No hay en ella feminismos recalcitrantes, su condición de mujer está ampliamente superada en su obra. No hay ecos reivindicativos de género que afrontaron algunas de sus predecesoras o que aún afrontan algunas de sus contemporáneas en nuestra poesía. Tampoco aparece la ciudad como una suerte de lastre o demonio, ni como evocación idílica. Tampoco el erotismo, la femme fatale, la seducción... el amor romántico o el amor contrariado. No es la suya una poesía quejosa ni sentenciosa. Son otras sus búsquedas y otros han sido sus hallazgos.

Lejos está también de poses eruditas, del visto bueno social. Su poesía le surge como una necesidad vital, no como resistencia, no como activismo, ni siquiera como una bandera, una causa, una manera de hacer parte del mundo. Ya para  Lucía Estrada la poesía y la palabra nacen como un canto profundo, solitario e inevitable.

Ella nos habla de su escritura.

-¿Cómo recuerda la ciudad de sus primeros años?


“La ciudad era un horizonte de cielo, luces y penumbras que yo podía mirar desde las escalas del solar de mi casa. Lejana, silenciosa y humeante, trataba de imaginarla en cada uno de sus rincones: qué harán allí, qué juegos rodarán por esas calles, qué tiendas llenas de dulces y objetos extraños, quién estará muriendo... Así pasaba horas y horas, mezcla de éxtasis y temor. Cuando salía con mis padres, era distinto. Yo era parte del juego. Y así caminaba, prestando mucha atención a todo lo que veía y oía: letreros, rostros, gestos, gritos, risas...

No preguntaba. Imaginaba. Trataba de comprenderlos con mis pocos elementos de realidad. Eran figuras que yo adhería a mi álbum personal. Los guardaba como un raro tesoro para mis horas de letargo, cuando la tarde caía y la casa se ponía oscura. Mi madre en su máquina de coser, los grillos abriendo sus cantos a la noche. Las noticias del horror llegaban desde lejos. De alguna forma no me tocaban. Yo estaba dentro de mi casa y bajo la mirada de las cosas que yo miraba y soñaba. Era como escuchar rugir un león hambriento detrás de los barrotes de su jaula. Después... Después sería distinto...”

-¿Cuáles fueron sus primeras influencias poéticas y sus primeras lecturas?


“‘Alicia en el país de las maravillas’ y ‘Alicia a través del espejo’ fueron sin duda un cultivo de presencias y grandes hallazgos. Las imágenes, el gusto por la palabra que había en estos autores. El asombro, la paciencia con la que se contemplaba el mundo. La belleza, el silencio, la palabra que nos miraba a los ojos y preguntaba lo esencial, aquello por lo que hubiésemos dado la vida, el horizonte, el tiempo. Y estaba la tensión, esa virtud que tienen las palabras cuando uno recién las descubre. Ese hilo transparente que lo envolvía todo y lo hacía vibrar en el aire”.

-¿Cuáles fueron sus primeras inquietudes poéticas, los primeros temas, las estéticas? ¿Cómo han evolucionado a la actualidad?


“Mis inquietudes han sido esencialmente las mismas desde el comienzo. No obstante han evolucionado, han ganado matices, señales, nuevas preguntas. He tratado, como lo exige Roberto Juarroz, de emprender un camino vertical, una búsqueda que se mueva en lo profundo, en las aguas del lenguaje y del silencio. No sé qué tanto haya logrado, pero la consigna es permanecer, no cerrar los ojos ni el oído. Pero claro, hay ‘temas’ que yo abordé al principio y que quizá hoy hayan sido de algún modo superados. Y es porque para el poeta su entorno, sus circunstancias son definitivas aunque estas no se manifiesten de manera evidente en lo que escribe...

El mundo cerrado de la infancia, el primer asombro, la primera urgencia de nombrar aquello que se ve, el mundo que nos rodea, su maravilla, su espanto. Todo está contenido en el pequeño bestiario de mi primer libro. Los insectos, las lecturas, la ausencia del amor sensual (lo que resulta contrario al común de las personas que se acercan por primera vez a la poesía), el miedo, las preguntas, las no respuestas, el sentirse vivir en un tiempo que no se corresponde con las texturas internas, con la corriente de las imágenes que nos asisten de manera desprevenida, inocente si se quiere”.

-¿Cuándo llegó a usted “la consciencia” de ser una poeta?


“Esa ‘consciencia’ es un fruto difícil. En el momento mismo en el que escribes una palabra tras otra por necesidad, sabes que la vida te ha cambiado. Sabes que no sabes y que por eso mismo tienes que seguir. Sabes que la palabra es el aire en el que te mueves, pero también un peso terrible, una honda responsabilidad. Cada día esa ‘consciencia’ echa raíces más profundas, te conmueve más profundamente, te obliga a estar despierto, te interroga, te sacude. Y aun así, cuán lejos estamos de saber qué cosa es en verdad la poesía. Lo intuimos, pero nadie podría decir la última palabra”.

-¿Cómo se desarrolla la vida habitual de una mujer: la adolescencia, la adultez, el amor, el trabajo, cuando esa mujer es poeta?, ¿cómo “transversaliza” la poesía esa cotidianidad? 


“Es simple, en apariencia. Uno vive la vida de todos los días: ama, va al trabajo, se ocupa de las pequeñas cosas de siempre. Pero la poesía, sin duda, va dejando su huella en todo eso. Hay una manera distinta de afrontar el mundo, la realidad. Uno se da cuenta de que, acaso, las cosas sencillas se convierten en grandes retos, o, por el contrario, que la poesía nos reviste de una fortaleza mayor, capaz de asumir todos los riesgos”.

-Además de la inserción a la poesía y la literatura, ¿cómo ve la inserción de las mujeres en la vida intelectual de Medellín?


“Creo que han logrado abrirse camino. Tienen, de alguna forma, lo que han buscado. Y si me excluyo es porque no he jugado en ese bando de segregación. Soy una persona. Alguien que piensa y siente. Como todos. Alguien que hace lo que puede. Como todos. La lucha de sexos no es la mía. Si yo hubiese vivido en el siglo XVI me hubiera comportado de la misma forma. Pero en ese entonces, me dirán, si te hubieses comportado como lo haces ahora, con tus búsquedas y tus sentidos, el fin habría sido otro. No lo dudo, y agradezco que ya no existan las tenazas ni el potro ni la hoguera. Sin embargo, las mujeres de hoy corremos otros riesgos, otros peligros, siendo el mayor de todos olvidar la noche y sus misterios”.

-¿Cómo ve las ganancias sociales, intelectuales, económicas, artísticas de las mujeres en nuestra ciudad?


“Creo, en general, que hay pocas ganancias sociales, intelectuales, económicas y artísticas en nuestra ciudad... Cuando las hay es porque alguien se las ha procurado a pulso, resistiendo. Una golondrina no hace verano, dicen. Falta que creamos más en nuestras posibilidades y que les demos un tratamiento menos superficial, más profundo y riguroso”.

-Existe un “mito” y es que la literatura o poesía de mujeres es principalmente consumida por otras mujeres, ¿te sucede, te preocupa, a qué se lo atribuyes?


“No, no me preocupa, no me sucede, no se lo atribuyo a nada, no creo que suceda. Hay empatías y desencuentros. Como hace siglos en la literatura, en el arte. Es todo. Y es una de las muchas situaciones que no se pueden medir estadísticamente. Tú lo llamas ‘mito’ y es más hermoso. Uno se sentiría tentado a investigar, a mirar con atención este fenómeno. Pero no. Esa idea se ha difundido mediante las estadísticas que tanto y tanto nos gustan. Todo traducido a cifras, a géneros. División. División. División”.

-¿Cree que hay algunas temáticas que se esperan de las mujeres poetas como erotismo e intimismo?


“Sí, creo que hay un prejuicio en la manera de percibir la poesía escrita por mujeres. Y lo hay porque acaso, durante mucho tiempo, estos temas parecían ser la única fibra que las mujeres, tentadas por un raro concepto de delicadeza y de sensualidad, se atrevieron a nombrar. Pero hubo otras que hablaron de lo que tenían en su alma y alrededor de sus cuerpos. Y todavía las recordamos. Creo que quienes esperan esto de la poesía escrita por mujeres esperan mucho menos de la poesía a secas... Hay que revaluar muchas cosas, y casi  reinventarlas, como exigía Rimbaud. Particularmente estoy cansada de que reduzcamos la poesía (y la literatura toda) al eje temático, que si bien es importante, no aplica en todos los casos. La poesía es una cuerda invisible que nos sostiene y nos arrebata del suelo sin saber, casi nunca, a qué árbol se encuentra amarrada”.

-¿Cómo sobrevive, cómo vive un escritor en Medellín?


“Como lo hacemos todos, quizá. Se vive y se sobrevive a cada instante. Unos con más dificultades que otros, pero siempre igual, siempre la rueda nos pone arriba y abajo. Creo que vivimos por fatalidad, pero sobrevivimos por convicción, por esa rara conciencia de que una palabra, una idea, un amor dan sentido a lo que hacemos. Vivir y sobrevivir en Medellín, es, como lo dijo Borges, un acto de fe”.

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Ver:   http://www.elmundo.com/portal/cultura/palabra_y_obra/el_mundo_nombrado_por_lucia_estrada.php