domingo, 14 de octubre de 2012

Negret o la Imaquinación / Samuel Vásquez









«Ahí dejo estas piedras
que no estaban antes en el mundo»
Oteiza                                                                                                                            
                                
«… deberían hacer un nuevo arte con tornillos como ornamento,
cuñas de hierro que sobrepasen la línea principal,
una especie de bordado gótico en hierro…
¡Siempre imitaciones! Mejor sería poner monstruos de hierro sujetos con pernos…
¡Hierro… hierro y más hierro! 
Con colores graves como la materia»
Gauguin


Cuando Negret abandona la representación  («Cabeza de Cristo», «Vaso con Flor», «Nido») y construye sus aparatos y sus máquinas metálicas, empieza uno de los procesos más interesantes de la escultura contemporánea.

Abandonar la representación es renunciar desde ya a la admiración que se regala a la manualidad reproductora por la transubstanciación  material que opera: una flor de lápiz, un rostro de óleo, un dios de mármol.  Representar es mostrar la ausencia de lo representado.

Con la construcción de sus aparatos y sus máquinas Negret deja la representación como sustitución menguada de lo real y presenta, crea, añade algo nuevo a lo dado social, algo que no estaba antes en el mundo. Agrega su metal-huella al universo.

La obra ya no representa una realidad preexistente al hecho escultórico, sino que la realidad escultórica se va construyendo a medida que se van estableciendo las relaciones dialécticas entre las formas y el espacio  para conformar la imagen. Pero Negret no es un escultor compositivo ni un escultor geométrico en sentido estricto. En el diseño, en el arte geométrico o arquitectónico de composición, existe una base sistémica: admiten la existencia de un sistema y parten de allí. En esos casos  la originalidad nace de las combinaciones, de las variables que se logran con unas formas que ya han sido dadas de antemano. La sistémica desovilla la extensión de la mecánica de las combinatorias, pero demarca sus propios límites. El artista trabaja así, oteando las fronteras de sus posibilidades.

La escultura de Negret no admite la autoridad de  sistema alguno y aglutina toda su fuerza y valor en el propio proceso dialéctico de realizarse, de hacerse. La unidad de esta escultura no se da, entonces, por obediencia a unas constantes que impone un sistema preexistente, sino que la encuentra buscándose. Porque Negret no inventa, crea. Inventar es propio del ingenio: apoya su actividad en la autoridad del sistema y sólo opta por las variables que le proporciona. Crear es propio del genio: afirma la propia autoridad: artesano de utopías, asalta imposibles, funda lo increado.

Negret critica y elimina el sistema y va a la experiencia directa, es decir, no parte de una estética a priori: determina sus propios elementos formales y el espacio aquí no es noción ni concepto, sino experiencia. Es un espacio práctico y el escultor es sujeto empírico: El espacio es entonces un conjunto de distancias afectivamente importantes                                                              , una forma coherente de líneas de deseo, de líneas de fuga, una jerarquía de importancia entre las cosas amenazantes o deseables, según la inmediatez, la urgencia, o por el contrario, la lejanía de su amenaza o de su promesa.

Los impresionistas a través de su tratamiento de hacer evidente la pincelada, separándola, y de mostrar el gesto pictórico, han permitido al arte mirarse a sí mismo como oficio y encontrar en su factura un valor estético. Valor estético que nos ha llevado hasta los extremos de las dramáticas interjecciones del Expresionismo Abstracto, o a las dulces exclamaciones del Impresionismo Abstracto, o al límite de la teatralidad, al convertir en espacio y acción escénicos, la tela y el  chorreado de Jackson Pollock.

Por otra parte Cézanne propone extremar la mirada objetiva y geométrica: «Cubos, cilindros, esferas, conos…». Esta geometrización de la visión nos llevará hasta un arte donde se aíslan las formas primarias y hace de lo definible, medible y formulable su único valor. Se adopta, así, un espacio matemático en donde el sujeto no tiene punto de vista. Es una mirada rigurosa, austera, de despojo absoluto, pero es una mirada muy poco feliz: allí donde los demás ven un rostro, ellos ven un círculo. 

Este mirarse a sí mismo, este autoanálisis, esta disección del arte ha implementado un gran conocimiento sobre el hacer artístico (nunca antes se habían ensayado tantos tratados de estética), pero al desarmar la obra en sus elementos primarios constitutivos (pinceladas, geometría, manchas, etc.) se ha demolido la imagen. Se desarma el motor y se descubre la belleza de sus elementos, pero ya no anda, ya no camina. Es notorio que la enseñanza de las artes plásticas hace énfasis en la importancia de la imagen, mientras la enseñanza del diseño y la arquitectura hacen énfasis en la devoción a la geometría y a la forma.

La geometría no es ese esquema intelectual, fosilizado y tieso que nos han enseñado, sino una disposición de la inteligencia para ocupar,  para vivir un espacio que sin una forma específica se nos vuelve infinito, invivible. Pero la geometría es un medio y  no un fin.  Es un medio para habitar el espacio: lo otro, lo factible, lo que otorga posibilidad de forma, de figura, de sitio, de movimiento.

Y si la extensión es la característica del espacio, la intensidad es la característica de la escultura. La geometría en Negret está sometida, es un sustrato compelido a converger en la imagen. No se muestra como valor en sí, sino como medio para construir la imagen. La forma geométrica es una prueba: se puede precisar, medir, demostrar. La imagen es una huella: nos permite soñar. Y sólo a un sueño debemos fidelidad. Es que en Negret, y es ésta su característica fundamental, lo que se manifiesta es la IMAGEN, no la forma. Y la imagen no como sustituto de un objeto, sino la imagen como realidad específica.

La imagen siempre pone en emergencia la forma. Incluso lo barroco en Negret obra en favor de la imagen y en detrimento de la forma: hace menos ostensible, menos discernible la forma, pero completa la imagen. Mientras la forma es un concepto visibilista, partitivo, atomista, la imagen es en cambio unitaria, totalizadora y ontológica y deja una impronta más duradera en la experiencia y en la memoria.  Por esto muchos recuerdan las imágenes de las esculturas de Negret aunque no puedan precisar sus formas. La imagen…ese mito niño.

Esta superioridad de la imagen sobre la forma está, desde hace mucho, suficientemente demostrada. En los comienzos del Constructivismo se hizo un dogma del concepto de que entre más sencillas y homogéneas fueran las formas de las letras más fácil sería su lectura. Esta idea es falsa porque al leer no leemos letras sino palabras.  Leemos cada palabra como conjunto, como IMAGEN DE PALABRA.  La oftalmología nos ha enseñado que mientras más difieren unas letras de otras más fácil es la lectura.

Al abandonar la representación Negret se dedica a crear «arquitecturas submarinas», «señales para acuarios», «señales de tráfico», «aparatos mágicos», «brújulas», «edificios», «escaleras», «cohetes», «torres», «pilotes», «navegantes», «puentes», …MÁQUINAS. En esta escultura sus títulos no obran como tales sino como nombres y evidencian sus motivaciones. Todas estas obras podemos agruparlas con el nombre genérico de máquinas.

Negret crea máquinas. Y las crea  con la misma materia de las máquinas: metal, tuercas, tornillos…y las pinta con colores brillantes como se pinta un barco, un automóvil, un helicóptero, una máquina: rojo, negro, blanco, azul, amarillo.  No las pinta, como piensan algunos críticos, para ocultar el material. Si quisiera ocultarlo suprimiría las tuercas y los tornillos que lo delatan constantemente.

La pintura es parte integrante de la función y estética de la máquina: protege el metal y lo embellece, y le confiere una temperatura  precisa  a  cada escultura.  Esta consubstancialidad que se da entre la escultura de Negret y la máquina no se había dado antes sino en el teatro donde el actor está hecho de la misma  materia que el personaje.  Esto arrastra un riesgo inminente de naturalismo que Negret ha sabido salvar sabiamente: sus motivaciones son esenciales. El tiempo y el espacio de su estatua son y están presentes. Son máquinas pero no se con-funden, no se funden-con la realidad: se mantienen en la virtualidad, en el estadio del arte.

La escultura del pasado hizo del cuerpo humano su objeto primordial y su prolongación contemporánea se  da en la prolongación del cuerpo: la máquina. (La era electrónica producirá, sin duda, una obra que será prolongación del cerebro). Cierto comportamiento orgánico de algunas esculturas ha hecho decir que la obra de Negret representa manifiestamente la naturaleza. Mas, ahí donde ellos ven gusanos yo sigo viendo máquinas. Como prolongación del cuerpo humano y de sus deseos la máquina siempre ha tenido comportamientos orgánicos. De ahí que sean comunes, por ejemplo, las relaciones que hace la gente entre el avión y el pájaro. Es que el deseo de volar encuentra una objetivación y una posibilidad en el pájaro. Por esto mismo los indígenas norteamericanos llamaban al tren «el caballo de hierro que fuma».

Si la diferenciación que alcanza la escultura de Negret le otorga una extrañeza, una distinción entre los demás objetos (escultóricos ono) subrayando que se ha agregado a lo dado social una cosa que antes no estaba allí, su organicidad le confiere una escondida naturalidad  que facilita su coexistencia con lo real preexistente. Es que el artista verdadero no copia la naturaleza, obra como la naturaleza: «El arte nace en el hombre como el fruto en el árbol». Así en Negret.

Su distinción, su naturalidad,  su nitidez de imagen, dan a estas esculturas una poderosa imposición visual, una rotunda capacidad de presencia. Tal como la bicicleta y el tren hacen parte ya de las «nuevas naturalidades» y, como estos, conservan la poética de su imagen y sustentan nuestro antiguo asombro. Podría decirse que han devenido en «figurativas». Lo figurativamente artístico en la obra de arte no radica en el mayor parecido alcanzado en la representación de lo real, si no en la potencia de la vivencia de la imagen en el plano o en el espacio. Un vaso, una silla, un carro, son ya hoy, y definitivamente, figurativos. Tinguely, desde la otra orilla, señalando con sus esculturas lo absurdo del productivismo y del utilitarismo  de la máquina en la vida moderna, y Negret, desde acá, presentando la estética de la máquina como la «nueva naturalidad» del mundo contemporáneo, son las obras más importantes del arte que expresan esta segunda era de la máquina.  Sus obras no refieren un tiempo histórico ni ficcionado, no hacen crónica ni cuentan una anécdota ni ilustran una circunstancia, pero participan y señalan una época que ha producido una inconfundible estética propia: la era de la máquina. Si una época no logra crear un tipo de imaginación propia,  será incomprensible.

Negret realiza sus máquinas con la técnica que instrumentaron para sus obras Picasso, Gargallo, González  y los constructivistas. Antes sólo se utilizaban el modelado y la talla y la escultura era de una sóla pieza, no tenía uniones.  Negret no sólo hereda la técnica de los constructivistas, hereda también su optimismo.  El Constructivismo  nace de una concepción y de una visión optimista: la construcción del nuevo arte, del hombre nuevo, de la nueva sociedad. No pretende pues testimoniar, decide transformar. Toda construcción conlleva necesariamente optimismo, y todo optimismo es, a su vez, obligatoriamente alegre. La escultura de Negret posee el optimismo y la alegría del Constructivismo,  pero éste es un optimismo severo y ésta es una alegría exenta de toda coquetería,  que disgusta a los espíritus trágicos y a los líricos.

Negret, hoy, es un artista que a pesar de haber conocido la consagración (esa mortaja en vida para muchos), mantiene todo su vigor creativo y toda la energía y juventud de su imaginación. Aunque su obra testimonia una gran cultura y un conocimiento de todas las expresiones dinámicas del espacio,  no las convierte en recetas.

Valery ha dicho de Leonardo da Vinci que un abismo le hacía pensar en un puente. Negret,  en cambio, ve un puente y crea una escultura, restituyendo el abismo.

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 1. Hersch.  «L’etre  et  la  forme»

2. Yo en la flor veo un sol,  en el sol veo un dios.

      3. Incluso el «Sol» no es representación naturalista sino máquina. El  «Sol» como un molino agitado que produce luz,  más parece una rueda Pelton:  hace parte de la mecánica celeste.

      4. Estando en Mallorca, Negret ve cómo los barcos son pintados con colores brillantes y desde entonces involucra el color en su escultura.

5. Máquina que no tenga comportamiento orgánico no es máquina, es mueble.     

     6.   Arp.


7.  No comparto la cercanía que algunos tratan de establecer entre las esculturas de Negret  y  las de Calder,  a no ser en el aspecto material: el metal, el color. Esta falta de rigor conceptual ha llevado a algunos críticos nuestros a agrupar artistas por los  materiales que usan. ¡Qué tal si agrupáramos a los artistas que emplean óleo  sobre tela!  Las formas ameboides que, tomadas de Miró, implementa Calder para representar su zoológico metálico en láminas planas, distan mucho de las imágenes barrocas pero nítidas de las máquinas de Negret en láminas curvas y planas.

8.   Este optimismo se evidencia,  así mismo,  en sus obras:  el irrealizado monumento a la Tercera Internacional de Tatlin fue proyectado para que tuviera el doble de la altura del Empire State de N. Y. 


(Taller de Artes de Medellín, 1987)

miércoles, 11 de julio de 2012

Tanto caminar...



TANTO CAMINAR en el mismo laberinto
y todavía no se reconoce la piedra
con la que tropezamos una y otra vez.

El olvido llueve sobre los ojos,
y simulamos dar un paso adelante.

Alguien sostiene con su sombra
el peso de lo que un día, una noche, volverá a repetirse.
No hay una máscara para el miedo,
tampoco para la muerte.
Todos los muros que nos rodean
están siendo escritos por el paso de las horas,
por nuestras largas vigilias, por el secreto deseo de la sangre,
por la insistencia del amor y el fracaso,
por la oscura ceniza que una vez fue nuestra casa
y que nos obliga a permanecer.

Pregunto entonces con la boca de los muertos:
¿qué de ti quedó entre las rosas?

***
Del libro, La noche en el espejo

miércoles, 13 de junio de 2012

Cuadernos de Malte Lourids Brigge / Fragmentos / Rainer Maria Rilke

                 Memoria- René Magritte                    
                                                                          


Aprendo a ver. No sé por qué, todo penetra en mí más profundamente, y no permanece donde, hasta ahora, todo terminaba siempre. Tengo un interior que ignoraba. Así es desde ahora. No sé lo que pasa.
Hoy, al escribir una carta, me ha disgustado el hecho de que estoy aquí solamente desde hace tres semanas. Otras veces, tres semanas, en el campo, por ejemplo, parecían un día; aquí son años. Por lo demás, no quiero escribir más cartas. ¿Para qué decir a nadie que cambio? Si cambio, ya no soy el de antes, y si soy otro distinto del que era, es evidente que ya no tengo relaciones. Y por lo tanto no quiero escribir a extraños, a gentes que no me conocen.

¿Lo he dicho ya? Aprendo a ver. Sí, comienzo. Todavía va esto mal. Pero quiero emplear mi tiempo.
Sueño, por ejemplo, que todavía no había tenido conciencia del número de rostros que hay. Hay mucha gente, pero más rostros aún, pues cada uno tiene varios. Hay gentes que llevan un rostro durante años. Naturalmente, se aja, se ensucia, brilla, se arruga, se ensancha como los guantes que han sido llevados durante un viaje. Estas son gentes sencillas, económicas; no lo cambian, no lo hacen ni siquiera limpiar. Les basta, dicen, y ¿quién les probará lo contrario? Sin duda, puesto que tienen varios rostros, uno se puede preguntar qué hacen con los otros. Los conservan. Sus hijos los llevarán. También sucede que se los ponen sus perros. ¿Por qué no? Un rostro es un rostro.

Otras gentes cambian de rostro con una inquietante rapidez. Se prueban uno después de otro, y los gastan. Les parece que deben de tener para siempre, pero apenas son cuarentones y ya es el último. Este descubrimiento lleva consigo, naturalmente, su tragedia. No están habituados a economizar los rostros; el último está gastado después de ocho días, agujereado en algunos sitios, delgado como el papel, y después, poco a poco, aparece el forro, el no-rostro, y salen con él.

Pero la mujer, la mujer: estaba toda entera caída hacia delante, sobre sus manos. Era en la esquina rue Notre Dame-des-Champs. En cuanto la vi me puse a andar despacito. Cuando las pobres gentes reflexionan no se las debe molestar. Quizá lleguen a encontrar lo que buscan.

La calle estaba vacía; su vacío se aburría, retiraba mi paso de debajo de mis pies y claqueaba con él, al otro lado de la calle, como con un zueco. La mujer se asustó, se arrancó de sí misma. Demasiado de prisa, demasiado violentamente, de manera que su cara quedó en sus dos manos. Pude verlo, y ver su forma vaciada. Me costó un esfuerzo indescriptible quedarme en esas manos, no mirar hacia aquello de que se había despojado. Me estremecí al ver un rostro tan de dentro, pero me daba más miedo la cabeza desnuda, desollada, sin rostro.

(…)

Y cuando pienso en otros que he visto o de los que he oído hablar, siempre es igual. Todos tienen su muerte propia. Esos hombres que la llevaban en su armadura, en su interior, como un prisionero; esas mujeres que llegaban a ser viejas y pequeñitas, y tenían una muerte discreta y señorial sobre un inmenso lecho, como en un escenario, ante toda la familia, los criados y los perros reunidos. Si ni siquiera los niños, aun los más pequeños, tenían una muerte cualquiera para niños; se concentraban y morían según lo que eran, y según aquello que hubieran llegado a ser.

Y qué melancolía y dulzura tenía la belleza de las mujeres encinta y de pie, cuando su gran vientre, sobre el que, a pesar suyo, reposaban sus largas manos, contenía dos frutos: un niño y una muerte. Su sonrisa densa, casi nutritiva en su rostro tan vacío, ¿no provenía quizá de que sentían a veces crecer en ellas el uno y la otra?

He hecho algo contra el miedo. He permanecido sentado durante toda la noche, y he escrito. Ahora estoy tan fatigado como después de una larga caminata a través de los campos de Ulsgaard. Me duele pensar que todo eso ya no existe, que gentes extrañas habitan aquella vieja y larga casa señorial. Es posible que en la habitación blanca, arriba, bajo el remate, las criadas duerman ahora, duerman con su sueño pesado, húmedo, desde el anochecer hasta la mañana.
Y no tiene uno nada ni a nadie, y se viaja a través del mundo con su maleta y un cajón de libros, y en resumen, sin curiosidad. ¿Qué vida es ésta? Sin casa, sin objetos heredados, sin perros. ¡Si al menos hubiese recuerdos! Pero ¿quién los tiene? Si la infancia estuviese aquí: pero está como enterrada. Quizá sea necesario ser viejo para poder conseguir todo. Pienso que debe ser bueno ser viejo.

(…)

Creo que debería empezar a trabajar un poco, ahora que aprendo a ver. Tengo veintiocho años, y , por decirlo así, no me ha sucedido nada. Rectifiquemos: he escrito un estudio sobre Carpaccio, que es malo, un drama titulado Matrimonio que quiere demostrar una tesis falsa por medios equívocos, y versos. Sí, pero ¡los versos significan tan poco cuando se han escrito joven! Se debería esperar y saquear toda una vida, a ser posible una larga vida; y después, por fin, más tarde, quizá se sabrían escribir las diez líneas que serían buenas. Pues los versos no son, como creen algunos, sentimientos (se tienen siempre demasiado pronto), son experiencias. Para escribir un solo verso es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace falta conocer a los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros y saber qué movimiento hacen las florecitas al abrirse por la mañana. Es necesario poder pensar en caminos de regiones desconocidas, en encuentros inesperados, en despedidas que hacía tiempo se veían llegar; en días de infancia cuyo misterio no está aún aclarado; en los padres a los que se mortificaba cuando traían una alegría que no se comprendía (era una alegría para otro); en enfermedades de infancia que comienzan tan singularmente, con tan profundas y graves transformaciones; en días pasados en las habitaciones tranquilas y recogidas, en mañanas al borde del mar, en la mar misma, en mares, en noches de viaje que temblaban muy alto y volaban con todas las estrellas – y no es suficiente incluso saber pensar en todo esto. Es necesario tener recuerdos de muchas noches de amor, en las que ninguna se parece a la otra, de gritos de parturientas, y de leves, blancas, durmientes paridas, que se cierran. Es necesario aún haber estado al lado de moribundos, haber permanecido sentado junto a los muertos, en la habitación, con la ventana abierta y los ruidos que vienen a golpes. Y tampoco basta tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos cuando son muchos, y hay que tener la paciencia de esperar que vuelvan. Pues, los recuerdos mismos, no son aún esto. Hasta que no se convierten en nosotros, sangre, mirada, gesto, cuando ya no tienen nombre y no se les distingue de nosotros mismos, hasta entonces no puede suceder que en una hora muy rara, del centro de ellos se eleve la primera palabra de un verso.

(…)



martes, 14 de febrero de 2012

Cuaderno del Ángel / Poemas



Esto es entonces el silencio. Una preparación, un dejar que la vida y la muerte tomen cuerpo en nosotros y nos obliguen a mirarlas de frente, sintiéndolas en cada uno de nuestros miembros como sustancias indivisibles en cuyo centro se descifra la existencia. Todo cuanto conocemos estará ahí, de pie, imposible y transparente. Todo buscará nombrarse y celebrarse en esa región en la que ya no somos uno sino muchos, en la que no habrá un antes ni un después sino la grandeza de un tiempo inabarcable y eterno. "Todo ángel es terrible", nos dice Rilke en el comienzo de su segunda Elegía. ¿Y cómo no aceptar esta afirmación cuando se está frente a una realidad que se levanta por encima de nosotros y nos llama y nos exige una conciencia de totalidad, de absoluto? ¿Una exigencia que promete desbordar nuestros presupuestos, descoyuntar nuestra primera concepción de las cosas, de la naturaleza, del corazón del hombre? ¿Una exigencia que romperá dolorosamente el cuerpo de lo posible para ir tras la sombra de lo imposible?

***

Sílaba editores, 2012
Secretaría de Cultura Ciudadana, Alcaldía de Medellín