miércoles, 13 de junio de 2012

Cuadernos de Malte Lourids Brigge / Fragmentos / Rainer Maria Rilke

                 Memoria- René Magritte                    
                                                                          


Aprendo a ver. No sé por qué, todo penetra en mí más profundamente, y no permanece donde, hasta ahora, todo terminaba siempre. Tengo un interior que ignoraba. Así es desde ahora. No sé lo que pasa.
Hoy, al escribir una carta, me ha disgustado el hecho de que estoy aquí solamente desde hace tres semanas. Otras veces, tres semanas, en el campo, por ejemplo, parecían un día; aquí son años. Por lo demás, no quiero escribir más cartas. ¿Para qué decir a nadie que cambio? Si cambio, ya no soy el de antes, y si soy otro distinto del que era, es evidente que ya no tengo relaciones. Y por lo tanto no quiero escribir a extraños, a gentes que no me conocen.

¿Lo he dicho ya? Aprendo a ver. Sí, comienzo. Todavía va esto mal. Pero quiero emplear mi tiempo.
Sueño, por ejemplo, que todavía no había tenido conciencia del número de rostros que hay. Hay mucha gente, pero más rostros aún, pues cada uno tiene varios. Hay gentes que llevan un rostro durante años. Naturalmente, se aja, se ensucia, brilla, se arruga, se ensancha como los guantes que han sido llevados durante un viaje. Estas son gentes sencillas, económicas; no lo cambian, no lo hacen ni siquiera limpiar. Les basta, dicen, y ¿quién les probará lo contrario? Sin duda, puesto que tienen varios rostros, uno se puede preguntar qué hacen con los otros. Los conservan. Sus hijos los llevarán. También sucede que se los ponen sus perros. ¿Por qué no? Un rostro es un rostro.

Otras gentes cambian de rostro con una inquietante rapidez. Se prueban uno después de otro, y los gastan. Les parece que deben de tener para siempre, pero apenas son cuarentones y ya es el último. Este descubrimiento lleva consigo, naturalmente, su tragedia. No están habituados a economizar los rostros; el último está gastado después de ocho días, agujereado en algunos sitios, delgado como el papel, y después, poco a poco, aparece el forro, el no-rostro, y salen con él.

Pero la mujer, la mujer: estaba toda entera caída hacia delante, sobre sus manos. Era en la esquina rue Notre Dame-des-Champs. En cuanto la vi me puse a andar despacito. Cuando las pobres gentes reflexionan no se las debe molestar. Quizá lleguen a encontrar lo que buscan.

La calle estaba vacía; su vacío se aburría, retiraba mi paso de debajo de mis pies y claqueaba con él, al otro lado de la calle, como con un zueco. La mujer se asustó, se arrancó de sí misma. Demasiado de prisa, demasiado violentamente, de manera que su cara quedó en sus dos manos. Pude verlo, y ver su forma vaciada. Me costó un esfuerzo indescriptible quedarme en esas manos, no mirar hacia aquello de que se había despojado. Me estremecí al ver un rostro tan de dentro, pero me daba más miedo la cabeza desnuda, desollada, sin rostro.

(…)

Y cuando pienso en otros que he visto o de los que he oído hablar, siempre es igual. Todos tienen su muerte propia. Esos hombres que la llevaban en su armadura, en su interior, como un prisionero; esas mujeres que llegaban a ser viejas y pequeñitas, y tenían una muerte discreta y señorial sobre un inmenso lecho, como en un escenario, ante toda la familia, los criados y los perros reunidos. Si ni siquiera los niños, aun los más pequeños, tenían una muerte cualquiera para niños; se concentraban y morían según lo que eran, y según aquello que hubieran llegado a ser.

Y qué melancolía y dulzura tenía la belleza de las mujeres encinta y de pie, cuando su gran vientre, sobre el que, a pesar suyo, reposaban sus largas manos, contenía dos frutos: un niño y una muerte. Su sonrisa densa, casi nutritiva en su rostro tan vacío, ¿no provenía quizá de que sentían a veces crecer en ellas el uno y la otra?

He hecho algo contra el miedo. He permanecido sentado durante toda la noche, y he escrito. Ahora estoy tan fatigado como después de una larga caminata a través de los campos de Ulsgaard. Me duele pensar que todo eso ya no existe, que gentes extrañas habitan aquella vieja y larga casa señorial. Es posible que en la habitación blanca, arriba, bajo el remate, las criadas duerman ahora, duerman con su sueño pesado, húmedo, desde el anochecer hasta la mañana.
Y no tiene uno nada ni a nadie, y se viaja a través del mundo con su maleta y un cajón de libros, y en resumen, sin curiosidad. ¿Qué vida es ésta? Sin casa, sin objetos heredados, sin perros. ¡Si al menos hubiese recuerdos! Pero ¿quién los tiene? Si la infancia estuviese aquí: pero está como enterrada. Quizá sea necesario ser viejo para poder conseguir todo. Pienso que debe ser bueno ser viejo.

(…)

Creo que debería empezar a trabajar un poco, ahora que aprendo a ver. Tengo veintiocho años, y , por decirlo así, no me ha sucedido nada. Rectifiquemos: he escrito un estudio sobre Carpaccio, que es malo, un drama titulado Matrimonio que quiere demostrar una tesis falsa por medios equívocos, y versos. Sí, pero ¡los versos significan tan poco cuando se han escrito joven! Se debería esperar y saquear toda una vida, a ser posible una larga vida; y después, por fin, más tarde, quizá se sabrían escribir las diez líneas que serían buenas. Pues los versos no son, como creen algunos, sentimientos (se tienen siempre demasiado pronto), son experiencias. Para escribir un solo verso es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace falta conocer a los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros y saber qué movimiento hacen las florecitas al abrirse por la mañana. Es necesario poder pensar en caminos de regiones desconocidas, en encuentros inesperados, en despedidas que hacía tiempo se veían llegar; en días de infancia cuyo misterio no está aún aclarado; en los padres a los que se mortificaba cuando traían una alegría que no se comprendía (era una alegría para otro); en enfermedades de infancia que comienzan tan singularmente, con tan profundas y graves transformaciones; en días pasados en las habitaciones tranquilas y recogidas, en mañanas al borde del mar, en la mar misma, en mares, en noches de viaje que temblaban muy alto y volaban con todas las estrellas – y no es suficiente incluso saber pensar en todo esto. Es necesario tener recuerdos de muchas noches de amor, en las que ninguna se parece a la otra, de gritos de parturientas, y de leves, blancas, durmientes paridas, que se cierran. Es necesario aún haber estado al lado de moribundos, haber permanecido sentado junto a los muertos, en la habitación, con la ventana abierta y los ruidos que vienen a golpes. Y tampoco basta tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos cuando son muchos, y hay que tener la paciencia de esperar que vuelvan. Pues, los recuerdos mismos, no son aún esto. Hasta que no se convierten en nosotros, sangre, mirada, gesto, cuando ya no tienen nombre y no se les distingue de nosotros mismos, hasta entonces no puede suceder que en una hora muy rara, del centro de ellos se eleve la primera palabra de un verso.

(…)