- Un artículo de Hasier Larretxea
- 14 de marzo de 2013
El poeta y artista visual Juan Carlos Mestre (Villafranca
del Bierzo, 1957) se coló, inevitablemente, dentro de los libros de
poesía más destacados con la publicación de la extensa y
arriesgada La bicicleta del panadero (Calambur,
2012). Su poesía, que ilumina los contornos oscurecidos de la
memoria y la insurrección estética, dirigida frente a los
discursos dominantes. Todo ello dota a este libro del valor de una
piedra angular en la poesía escrita en castellano en estos
comienzos de siglo XXI. El simbolismo de la conciencia cívica y la
desobediencia ante lo absoluto e imperante.
Estimado Juan Carlos, ¿cómo le gustaría que le presentaráramos?
Presentar,
mostar, exihir, malos verbos, amigo Hasier, para el que no le cuenta
los dientes a los caballos. Hablemos mejor de lo que
silenciosamente ha de ser lo borrado como tachadura de las
presencias obsesivas. El poeta acude a la cita con lo invisible,
no al mostrador de las exhibiciones. Nada con las mercancias de
lo notorio, menos aún con la figuración realista y el periodismo de
exhibición. El único placer ante la sociedad de clientes es la de
fugarse de su publicidad tóxica, convertirse en un exiliado de los
negocios de equilibrio, en un practicante del desajuste. La
poesía solo es huella, ambigüedad, nada preciso aunque sí
precioso sin reminiscencias de aquella belleza de
confesionario, de lo culposo ante las cenizas de la
imaginación. Lo que permanece apenas es una huella
interpretable tras haberse apagado lo oído en el fuego donde
conversan las llamas. De nada servíria ninguna presentación
para explicar el adulterio frenético entre lo entresacado a lo
reeal y la inundación del testimonio desde el afuera, ese
mestizaje celebratorio con las sustancias latentes y por todo
contaminadas de lo maravilloso.
¿En
qué medida marca esa infancia en Villafranca del Bierzo y la memoria
de los desaparecidos a la hora de (re)crear un imaginario
poético (simbólico) como el que nos ofrece La bicicleta del panadero?
La
patria natal ha muerto, y con ella la prótesis del orígen.
Desaparecido el tiempo afectuoso de los padres, la vejez de ese
mundo se precipita ya en lo abismal, se suplanta por los decorados
críticos de otro y nuevo fracaso: lo que se extingue en su cíclica
rutina, intentar no volver al verso de la obviedad, asumiendo la
pérdida como destino y la ruina como único tesoro para que siga
jugando el esqueleto del niño. Acaso la expulsión del Paraíso como
pensaba Kafka haya
sido un golpe de suerte y la memoria del lugar ontológico de los
primeros deslumbramientos, la trasnochada sabiduría de los
alcoholes adolescentes, la deseante inquietud de la lectura de
otros cuerpos, se haya metamorfoseado en taciturno jabalí que solo
espera la resurreccion de los cazadores muertos.
La
temporada de la nostalgia ha terminado, aunque se mantenga
encendida alguna sumisa candela en la raíz de los montes de urces, en
las venas populares del canto de los ríos bajo los podridos puentes
de madera. Todo lo relativo a la sublimación de los origenes ha
entrado en definitiva veda. Si algo de amor permance es hacia la
mudez de las piedras que marcan el tiempo civil de la personas, las
que continúan en su misterioso anhelo de no decirnos nada, pero
propiciando el acceso a la contempación de lo otro, a la escritura
del desastre invisible y la luminosidad aterradora del gran
desamparo. La aldea ha sido arrasada por los mercaderes parisinos
o los nuevos integistas del consumo llegados del Moscú vaticano,
un asco, una mezcla de fréjoles y curas para echar de comer al
olvido.
Más
que marca lo que pervive son cicatrices, huellas de un dolor aún
pendiente de concluir, ancestralmente atávico, la tierra
irredenta que respiré en los primeros poemas de Gilberto Ursinos, la identificación con las víctimas de la pobreza que hallé en Gamoneda, las
dominaciones y los actos de fuerza, los dañados por el ominoso
silencio de la nada edificante historia civil de la esclavitud y
el trabajo en las minas y la humildad sin rostro de los campesinos
de la alta montaña. Mire, decía Artaud que
no creía que hubiera nadie que haya jamás escrito, o pintado,
esculpido, modelado, construido o inventado, a no ser para salir del
infierno, pues bien, yo me siento un contribuyente a la
verosimilitud de esa estadística, escribí para huir de aquel
infierno de cuchicheantes betas y resentidos progres
reaccionarios. Como en el poema de Prévert El escolar perezoso,
dije no con la cabeza pero dije si con el corazón y sin preocuparme
de la furia del maestro ni de las burlas de los niños prodigio con
tizas de todos los colores sobre el encerado del infortunio dibujé
el rostro de la felicidad. O algo parecido.
Foto: Eduardo González Puras
¿Qué lectura o experiencia vital le marcó para que se acercara al ámbito de la poesía?
El masticar cangrejos hasta exhalarlos por la punta de los dedos al tocar un piano, que diríaLezama;
todo viene de ahí, de la dialéctica de la combustión, del quemar
palabras en el horno de la conciencia para hacer el pan de los
siempre nuevos y desafiantes significados del porvenir y la
apertura. La apertura hacia la resignificación de lo invisible.
Yo conocí de muy adolescente, todavía casi un niño, a algún poeta,
literalmente poetas, no escribidores de banalidades bien
entonadas; su conducta de árboles dignos en aquel bosquecillo de
mequetrefes pedagógicos y desagradables aristócratas con
cuello de jirafa que era la sociología de la vieja villa marquesal,
mi pueblo, Villafranca del Bierzo. Desobedecían por aquel
entonces Gilberto Ursinos y Gamoneda, también Antonio Pereira ya
se había salido del surco. No fue dificil admirar su incesante
encantamiento frente a la aburrida estulticia de la
esclerotizada clase dominante, las fuerzas muertas que se
resistían a ser enterradas después de haber acabado con todos los
sueños vivos.
Leí
y todo comenzó a arder en mi cabeza, tenía catorce años y la poesía se
me reveló como la única posibilidad que mi vida tenía a su alcance.
Esa herramienta la había escrito Gamoneda: “la belleza no es un lugar donde van a parar los cobardes”.
¿Quién con catorce años no se va a atrever a la aventura de subirse
al tejado de la revuelta? No hubo, ni lo busqué ya nunca, camino de
regreso. Estaba bien en aquel lugar, en esa intemperie que sigue a la
espera de la repoblación espiritual del vacío, del dar fe en los
territorios del abandono, del dejar constancia de los
desplazamientos por el lenguaje donde arraiga el último acto de la
dignidad colectiva: la piedad, la misericordia para con las
víctimas del desamparo, la creencia en la justicia de que algun
día las estrellas serán para quien las trabaja.
¿Cuál
es el camino, cuáles los senderos que ha atravesado Juan Carlos
Mestre para alcanzar la precisión y la alucinación de su
lenguaje poético, tan latente en La bicicleta del panadero?
Se
suele entender por alucinación las sensaciones subjetivas
radicalmente falsas, en algo ciegas, en mucho quiméricas. No, yo
no he tenido nunca consciencia de padecer tal transitoriedad
enajenante en mi lenguaje. Escribo como pienso, y pienso tal como
vivo, contra el rejuvenicimiento de las plañideras y la
tristeza teórica de las cátedras. La precisión es un asunto
relacionado con las tuercas y los engranajes mecánicos que
determinan los ritmos del quehacer normativo. Para mí la poesía
es esencialmente una actividad disgregadora del método,
indisciplinada por la naturaleza misma del lenguaje del que
procede, el sistema perceptivo de la intuición frente a la
pragmática de los episodios reguladores del relato. No tengo
ninguna conciencia de haberme desenvuelto en ese ámbito de
relaciones significativas, la paradoja alucinación-precisión, al
contrario, pienso que no he escrito una sola línea que no guarde
relación con un estímulo vinculante, con una experiencia
sensorial conscientemente interiorizada a partir de los
discursos del afuera.
Mi
poesía habla de mi vida, de mi participación en el advenimiento y
en el presentimiento, en la vértebra filosófica del pensar y en
el balanceo de lo que otra mano desde lo misterioso empuja,
desestabiliza y desordena. Asunto diferente sería el modo del
actuar lingüístico, el procedimiento de la elección no elegida,
la inclinación hacia la capacidad negativa de lo
identificatorio con lo nombrado, la conocida hipótesis de Keats respecto a la participación en la presencia del lenguaje como una realidad objetivable.
Mire,
Hasier, usted como poeta lo sabe perfectamente: el único trastorno
es la realidad fingida de lo real. Yo escibo lo más lejanamente
posible a la innecesaria obviedad realista, soy un caracol
descalzo sobre el rastro de los conversadores del peligro, me
atrae la búsqueda, recortar con las tijeras de la invisibilidad
los contornos sobrantes, pero también intento prestar mi cabeza al
ciudadano más próximo, realizar la excavación en términos de lo
posible, en estímulos racionales del hallazgo. Estamos hablando
de materiales poéticos, no de bisbiseos melancólicos para
llamar la atención de los gatos domésticos de la docencia. De
momento dejemos el irracionalismo para el canto de las ranas.
¿Y
desde dónde parte la mecha a la hora de generar esas atmósferas
contrapuestas, ese mundo tan concreto y tan suyo (y a la vez,
de todos)?
Acaso
de la presencia súbita de una lejanía, el habla de los
antepasados que se entrenan de noche para la resurrección, lo
reaparecido por la fractura de La Cábala y las lucecitas del Zohar.
La poesía es consoladora porque musita en la oreja la respuesta
sin necesidad de que haya habido pregunta, y esa respuesta simpre
es otra pregunta. Yo he llegado tarde a las estructuras, por eso ser
el último en la tarea de la desorganización discursiva no es
ningúna tarea que yo privilegie conscientemente.
Lo
que se revela lo hace en cuanto fluir cuántico de las particulas
elementales de la conciencia, de la fragante actividad atómica
de lo musical, quarks con
sabor al significado que transportan y que aún invisibles a la
observación del delator gramático llegan al poema a testimoniar
su ser de memoria, su nostalgia de porvenir, y sueño, la
resignificación del mito… Esos materiales de los que junto a lo
religioso de la imaginación está hecha la poesía, la ciencia
inocente de su delicadeza y el atisbo de su inmanente superstición,
lo que a partes iguales es la paradoja del significar e
inscribir el lenguaje en la realidad de la vida, de reinterpretar
lo que siempre ha estado ahí como un decir imperfecto sometido a una
constante transformación de sentidos. La lucha por la
sobrevivencia acaso sea también la lucha por los significados
del existir, la comprensión del destino humano y la resistencia
transcultural a los territorios impuros del poder.
Foto: Eduardo González Puras
¿De qué manera el pasado y la memoria son un cobijo y una fortaleza en su poesía?
Fortaleza
ninguna, la poesía resiste precisamente los actos de fuerza del
saber, del supuesto y pretendido saber que antes o después deviene en
discurso de dominación. Aprecio, sin embargo, la debilidad como
constructor de otra forma de interés, la que aporta delicadeza a
los dialogos de la civilización, la memoria distorsionante
frente al imperio de la cultura del olvido, la voz aún sin
pronunciar de las víctimas frente al altavoz extentóreo de los
altavoces de los Estados patrióticos. La memoria es no solo el
desafío de la conducta ética contemporánea, sino la primera y más
significativa de las pertinencias morales heredadas del
concepto de la dignidad humana, lo nunca humillante de esa
imantación que llamamos justicia del bien en los espacios del
encantamiento público y la misercordia civil.
¿En qué momento y de qué manera surge el hilo que le lleva a hilvanar un poema?
En
mí el constructor de la presencia lingüística siempre llega sin
invocación, como algo inarticulado pero oído con claridad en su
conducta de querer significar, así y después de un persistente
asedio de reflexión que puede, en no pocos casos asi ha sido, durar
meses, años. Una simple nota, una situación, un acontecimiento
reconvertido en obsesiva presencia de recuerdo, de
incomprensible resolución en cuanto enigma del afuera del
lenguaje, en suma ese hilo que usted refiere conduciendo
irresolublemente a la conciencia de algo de lo que yo no podría
tener conciencia de ningún otro modo crítico, contemplativo o
estético que no fuese en su sustancia de materia poética. No me
pregunte qué entiendo por ello, llego hasta ahí, a las puertas del
poema, no sabría y tampoco me interesa mucho esclarecer los
metabolismos de su génesis, la química de su organicidad, no, el
asunto se resuelve en términos de misteriosidad, de infinita
misteriosidad fuera del espacio que otorga tiempo al pensamiento
de lo histórico. Los ornitólogos siempre se empeñan en saber más
que los pájaros. Huir de las redes es la consigna, no nos cazan para
salvarnos, sino para vendernos, para exhibirnos domesticados,
para digerirnos. La vida es otra cosa. Y la poesía también.
Ha sido toda una declaración de intenciones la publicación de la arriesgada y compleja última obra.
¿Arriesgada?
¿Compleja? Ya me hubiera gustado asumir la responsabilidad de
tal empeño, no es así, admito la posibilidad como en toda actividad
creativa de su resultado fallido, pero riesgo, lo que se entiende por
riesgo yo no he corrido ninguno, escribo de la única manera que sé
hacerlo, en plenitud de duda; no me ha asistido otra volundad exenta
al propio acto de escritura, la huella de por donde antes ha pasado
la sombra de mi vida, tampoco tan compleja como para que no pudiera
sencillamente ser entendida por cualquiera de los otros y
multiples semejantes que somos cada uno de nosotros ante el espejo
sin reflejo de lo otro. La poesía no tiene otra intención que ser eso,
estar ahí en medio de la calle, en la alta buhardilla de su pobreza,
siendo lo que único que puede ser si es que lo es: poesía.
¿Qué caminos atraviesa La bicicleta del panadero?
Las
calles del aire y del agua, lejos de lo altisonante y reverencial
de los sentimentalismos del yo emotivo, esa innecesaria
socialización de las lágrimas de alta velocidad en que se ha ido
convertido la red de ferrocarriles personales, las paralelas
del sistema orgánico del facilismo, la apología de lo mercantil
asociada a la cualidad literaria, basura sobre basura. Intento dar
un rodeo, bordear el centro por los suburbios de las otra zonas
prohibidas al pensamiento aleatorio de lo mágico y disgregante,
de lo radicalmente inconsumible. En una bicicleta como la mía solo
se puede ir, solo se puede llegar a donde lo permita el buen tiempo y
la generosidad de los caminos del otro, la oprovidencia de Platón y Leví, ese desconocido que nos comtempla desde el espejo.
Foto: Eduardo González Puras
¿Qué le hace creer en la poesía?
Este diálogo con usted, Hasier, por ejemplo. Usted escribió sobre la
distancia entre una oveja y un cuervo, pues uno escribe para
descubrir esas cosas, la inutilidad imprescindible de la medida
de y entre las cosas, de su interacción en el mundo. Interpretar la
respuesta que da cada instante del mundo sin que exista ya la
pregunta, reconocer las señales y sus disfunciones que
participan de la lectura del universo. Tenemos fe en el veneno,
escribióRimbaud. Ahora
que el veneno financiero pareciera constituir la única fe de la
sociedad publiciataria, lo consumible, la escatología de la
usura, acaso pudiese ser la poesía buen un buen antídoto contra la
ruinosa plaga moral que rinde culto al vacío teológico de la
gasolina y las bebidas refrescantes.
¿En estos tiempos tan precarios, cuál sería el cometido de la poesía?
El
mismo que ha tenido siempre, hablar, dar que hablar al silencio que
sus palabras desalojan. Acaso también la de intensificar a
través de la lengua otro modo de conocimiento de la experiencia
humana, y en su trastorno de voluntad contribuir a oponer el más
radical de los actos ajenos a la fuerza, la compañía imprevisible
de los pensamientos que a través de las civillizaciones han
hecho de un poema, de casi todo poema, un acto de resistencia al mal.
En
sus poemas es latente el compromiso con la vida y con la realidad
social. ¿Qué le lleva a plasmarlo en sus versos? En su opinión, ¿de
qué debe(ría) ser reflejo la poesía (actual)?
No
conozco ninguna obra de ningún poeta con un mínimo de interés en la
que no esté latente el compromiso con la vida y con la realidad
social, incluso la negación de ese compromiso, por determinación
de ausencia y renuncia al vínculo de responsabilidad frente a la
precariedad de un otro, compromete, y de qué manera, la categoria
ética del individuo. El lengujae no es un exudación inocente de
la conducta humana, ni el acto reflejo una fisiología inconsciente,
el lenguaje es pensamiento, construcción ideológica del mundo y
por tanto vínculo, del tipo que sea, con la vida y el contexto social
de su práxis.
¿Cómo podría hacer justicia a la vida la poesía?
Contribuyendo
a destiempo, anticipándose, nombrando al contratiempo de lo
ominoso; la advertencia estética que siempre deviene en ética de la
conducta, el detenimiento en que la categroría aplazada de lo
bello haga compañía a categoría negada de lo justo, lo que no queda
tan lejos de aquel pensamiento de John Keats y
su vinculación entre poesía, verdad y belleza. Parece una poco
original recapitulación teórica, ciertamente, pero el
fantasmal mundo contemporáneo ha logrado con su ominosa conducta
lo que parecía ya periclitado por la conquista de determinados
derechos civiles, la necesidad de volver a pensar en términos de
lenguaje las utopías de la felicidad. Tal vez pueda la poesía
contribuir desde su desolada condición de vigilancia
benjaminiana a la advertencia de lo que de ninguna manera ha de
volver a cumplirse, las miserables aspiraciones del fascismo
económico y el sometimiento de la socieda civil al imperio
mezquino de los mercaderes.
Foto: Eduardo González Puras
¿Cree que La bicicleta del panadero y su escritura, en ocasiones irónica, que roza lo absurdo, es respuesta a la situación social actual?
Aprender a ser libre, escribió Octavio Paz a propósito de Cervantes, es
aprender a sonreír, la ironia es un alegato desconstructor de la
seriedad siempre represiva del poder y su soberbia obstinación
por mentir. Enfrentar al poder con su absurda presencia, a los
poderoso frente a la propia mueca de su asco, a las instituciones
que por encima de los individuos han convertido en una autentica
pesadilla las estructuras sociales de la dependencia y el
sometiemiento a lo fáctico, es un deber poético, reirse de ellos en
los funerales por las banderas, los estados, las fronteras, las
patrias tapizadas por la inocencia de masacradas generaciones de
personas decsonocidas… Ese es el significado del nuevo y viejo
desafio frente a la crueldad, el poema, una bella patada en el culo
de las fianzas del horror, de las jerarquías políticas de la
vergüenza.
¿El Premio Nacional de Poesía obtenido por La casa roja (Calambur, 2008) qué supuso para usted?
Nada de interés, yo no estoy en ese guiso. Cézanne decía
que los honores solo pueden estra hechos para los cretinos, los
golfos y los pícaros. Un poeta debe creer en santos y en los
expedientes abiertos por el silencio a los musicos y a las hadas.
Tal vez algún impertinente ruido y algún más que prescindible
conato de vanidad afortunadamente espantado. Mire usted, las
recompensas solo ponen precio a la cabeza de los forajidos. He
pasado más de la mitad de mi vida en la oscuridad, he descargado
camiones de oscuridad hasta herirme las manos. A otra lámpra con esa
luz, a otro hueso con ese perro que guarda la casa vacía.
¿Cuáles serían las transformaciones más considerables de la poesía escrita en castellano en estas últimas décadas?
Múltiples,
pero esencialmente el haber dinamitado la ortodoxia conceptual
de las tendencias autoproclamadas como dominantes, residuos
modales de los gestualidad victoriosa y su tendencia a la
exclusión de cuanto difería de sus modelos canonizantes. Han
saltado por los aires clasificaciones y caballos de carreras,
señoríos y aristocracias estéticas pregoneras de la falsa
sencillez retórica; la poesía ha regresado al territorio de las
ensoñaciones, del libre ejercicio de conciencia, a las
trincheras del mayor proyecto espiritual del ser humano: las
utopías de la imaginación y su defensa del derecho civil a la
felicidad. Todos los territorios vuelven a estar disponibles, el
que se aventura a restar retórica y el del que amplifica elsiempre más de lo ilimitado.
La
ortodoxia canónica de la preceptiva ha concluido su aburrida
tarea de fabricación de banalidades, los inspectores de la vieja
fiscalidad retórica se han visto desbordados por la bella
ilegalidad de los dados de Mallarmé,
la revuelta de los nuevos y más jóvenes ha asumido la
desobediencia a los lenguajes de dominación como única consigna.
Por ahí va, creo yo, el porvenir de la palabra poética y su tarea en
la repoblación espiritual del mundo.