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sábado, 16 de junio de 2012
miércoles, 13 de junio de 2012
Cuadernos de Malte Lourids Brigge / Fragmentos / Rainer Maria Rilke
Memoria- René Magritte |
Aprendo a ver.
No sé por qué, todo penetra en mí más profundamente, y no
permanece donde, hasta ahora, todo terminaba siempre. Tengo un
interior que ignoraba. Así es desde ahora. No sé lo que pasa.
Hoy, al escribir una
carta, me ha disgustado el hecho de que estoy aquí solamente desde
hace tres semanas. Otras veces, tres semanas, en el campo, por
ejemplo, parecían un día; aquí son años. Por lo demás, no quiero
escribir más cartas. ¿Para qué decir a nadie que cambio? Si
cambio, ya no soy el de antes, y si soy otro distinto del que era, es
evidente que ya no tengo relaciones. Y por lo tanto no quiero
escribir a extraños, a gentes que no me conocen.
¿Lo he dicho ya? Aprendo
a ver. Sí, comienzo. Todavía va esto mal. Pero quiero emplear mi
tiempo.
Sueño, por ejemplo, que
todavía no había tenido conciencia del número de rostros que hay.
Hay mucha gente, pero más rostros aún, pues cada uno tiene varios.
Hay gentes que llevan un rostro durante años. Naturalmente, se aja,
se ensucia, brilla, se arruga, se ensancha como los guantes que han
sido llevados durante un viaje. Estas son gentes sencillas,
económicas; no lo cambian, no lo hacen ni siquiera limpiar. Les
basta, dicen, y ¿quién les probará lo contrario? Sin duda, puesto
que tienen varios rostros, uno se puede preguntar qué hacen con los
otros. Los conservan. Sus hijos los llevarán. También sucede que se
los ponen sus perros. ¿Por qué no? Un rostro es un rostro.
Otras gentes cambian de
rostro con una inquietante rapidez. Se prueban uno después de otro,
y los gastan. Les parece que deben de tener para siempre, pero apenas
son cuarentones y ya es el último. Este descubrimiento lleva
consigo, naturalmente, su tragedia. No están habituados a economizar
los rostros; el último está gastado después de ocho días,
agujereado en algunos sitios, delgado como el papel, y después, poco
a poco, aparece el forro, el no-rostro, y salen con él.
Pero la mujer, la mujer:
estaba toda entera caída hacia delante, sobre sus manos. Era en la
esquina rue Notre Dame-des-Champs. En cuanto la vi me puse a andar
despacito. Cuando las pobres gentes reflexionan no se las debe
molestar. Quizá lleguen a encontrar lo que buscan.
La calle estaba vacía;
su vacío se aburría, retiraba mi paso de debajo de mis pies y
claqueaba con él, al otro lado de la calle, como con un zueco. La
mujer se asustó, se arrancó de sí misma. Demasiado de prisa,
demasiado violentamente, de manera que su cara quedó en sus dos
manos. Pude verlo, y ver su forma vaciada. Me costó un esfuerzo
indescriptible quedarme en esas manos, no mirar hacia aquello de que
se había despojado. Me estremecí al ver un rostro tan de dentro,
pero me daba más miedo la cabeza desnuda, desollada, sin rostro.
(…)
Y cuando pienso en otros
que he visto o de los que he oído hablar, siempre es igual. Todos
tienen su muerte propia. Esos hombres que la llevaban en su armadura,
en su interior, como un prisionero; esas mujeres que llegaban a ser
viejas y pequeñitas, y tenían una muerte discreta y señorial sobre
un inmenso lecho, como en un escenario, ante toda la familia, los
criados y los perros reunidos. Si ni siquiera los niños, aun los más
pequeños, tenían una muerte cualquiera para niños; se concentraban
y morían según lo que eran, y según aquello que hubieran llegado a
ser.
Y qué melancolía y
dulzura tenía la belleza de las mujeres encinta y de pie, cuando su
gran vientre, sobre el que, a pesar suyo, reposaban sus largas manos,
contenía dos frutos: un niño y una muerte. Su sonrisa densa, casi
nutritiva en su rostro tan vacío, ¿no provenía quizá de que
sentían a veces crecer en ellas el uno y la otra?
He hecho algo contra el
miedo. He permanecido sentado durante toda la noche, y he escrito.
Ahora estoy tan fatigado como después de una larga caminata a través
de los campos de Ulsgaard. Me duele pensar que todo eso ya no existe,
que gentes extrañas habitan aquella vieja y larga casa señorial. Es
posible que en la habitación blanca, arriba, bajo el remate, las
criadas duerman ahora, duerman con su sueño pesado, húmedo, desde
el anochecer hasta la mañana.
Y no tiene uno nada ni a
nadie, y se viaja a través del mundo con su maleta y un cajón de
libros, y en resumen, sin curiosidad. ¿Qué vida es ésta? Sin casa,
sin objetos heredados, sin perros. ¡Si al menos hubiese recuerdos!
Pero ¿quién los tiene? Si la infancia estuviese aquí: pero está
como enterrada. Quizá sea necesario ser viejo para poder conseguir
todo. Pienso que debe ser bueno ser viejo.
(…)
Creo que debería empezar
a trabajar un poco, ahora que aprendo a ver. Tengo veintiocho años,
y , por decirlo así, no me ha sucedido nada. Rectifiquemos: he
escrito un estudio sobre Carpaccio, que es malo, un drama titulado
Matrimonio que quiere demostrar una tesis falsa por medios
equívocos, y versos. Sí, pero ¡los versos significan tan poco
cuando se han escrito joven! Se debería esperar y saquear toda una
vida, a ser posible una larga vida; y después, por fin, más tarde,
quizá se sabrían escribir las diez líneas que serían buenas. Pues
los versos no son, como creen algunos, sentimientos (se tienen
siempre demasiado pronto), son experiencias. Para escribir un solo
verso es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace
falta conocer a los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros
y saber qué movimiento hacen las florecitas al abrirse por la
mañana. Es necesario poder pensar en caminos de regiones
desconocidas, en encuentros inesperados, en despedidas que hacía
tiempo se veían llegar; en días de infancia cuyo misterio no está
aún aclarado; en los padres a los que se mortificaba cuando traían
una alegría que no se comprendía (era una alegría para otro); en
enfermedades de infancia que comienzan tan singularmente, con tan
profundas y graves transformaciones; en días pasados en las
habitaciones tranquilas y recogidas, en mañanas al borde del mar, en
la mar misma, en mares, en noches de viaje que temblaban muy alto y
volaban con todas las estrellas – y no es suficiente incluso saber
pensar en todo esto. Es necesario tener recuerdos de muchas noches de
amor, en las que ninguna se parece a la otra, de gritos de
parturientas, y de leves, blancas, durmientes paridas, que se
cierran. Es necesario aún haber estado al lado de moribundos, haber
permanecido sentado junto a los muertos, en la habitación, con la
ventana abierta y los ruidos que vienen a golpes. Y tampoco basta
tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos cuando son muchos, y
hay que tener la paciencia de esperar que vuelvan. Pues, los
recuerdos mismos, no son aún esto. Hasta que no se convierten en
nosotros, sangre, mirada, gesto, cuando ya no tienen nombre y no se
les distingue de nosotros mismos, hasta entonces no puede suceder que
en una hora muy rara, del centro de ellos se eleve la primera palabra
de un verso.
(…)
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