miércoles, 11 de febrero de 2015

Sylvia Plath, el arte de morir




Sylvia Plath es hija de la noche y hermana menor de la muerte: “Morir es un arte (…) Yo sé hacerlo excepcionalmente bien”. Su vida, estrechamente ligada al sentido de su obra, es un tránsito a través de la fiebre. Quiso asumir todos los rostros, los más bellos, pero también los más terribles; quiso ir hasta el fondo, respirar el aire denso de las preguntas que nadie nunca podrá responder. Sylvia era una mujer sola, una inmensa estación de lluvias.


Ella enmudece, hace agujeros en los muros para tener la alternativa de huir, pero no lo hace. Su mundo es un estanque inquieto en la parte más alejada del jardín. Desde el comienzo fue un deshacer de agujas, un no poder detenerse cuando estuvo próximo el  filo, y fue por la Poesía que asumió todos los riesgos, no quiso conformarse con ver, bajo el agua, el brillo hiriente de la orfandad, el desasosiego y la desolación.  ¿Quién viene? –Pregunta -  Nadie viene. Dibujar la piedra y tropezar a cada paso. Muchas cosas le fueron negadas, sin embargo, pudo comprender, con dolor, el sentido de lo que nunca estuvo pero trazó las líneas de su noche.


Ella muere en cada rincón del poema, que es su casa, y la de sus hijos, pero no renuncia al poder vivo de levantarse una vez más, pese al hielo de la dificultad. La Poesía es su fuerza.


Poemas como estallidos, como anuncios de una antigua tormenta de pájaros, poemas cuyas palabras fueron aprendidas en el punto más alto de la fiebre y escritas al fin con la furia de quien descubre los dédalos de la hipocresía reunidos en su contra “Ya no, ya no/ ya no me sirves, zapato negro/ en el cual he vivido como un pie/durante treinta años, pobre y blanca…”


Sylvia habla con el mismo impulso ciego de la locura, y muchas veces caemos en el pozo de un extravío, algo que no alcanzamos a reconocer pero que a la primera mención nos espanta. El miedo, la incertidumbre. Cábalas, números, figuras que señalan un camino, una mañana y esa “griega necesidad” de ser algo más que un dios, un dios imperfecto, un dios no como los anteriores ni como los venideros, sino un dios de sangre, un dios en cuyo abandono todo cabe.


En los últimos meses, ella escribía casi a diario su pregunta, su sentirse inquieta. El poema como un enunciado del dolor, y es por eso que a 52 años de su muerte, continúe teniendo vigencia, continúe hablando para nosotros “volver a hacer y rehacer a contra el flujo incesante; convertir el instante en algo permanente. Esa es la labor de toda mi vida…Creo que mi vida no se vivirá hasta que haya libros y cuentos que la devuelvan a la existencia perpetuamente en el tiempo.”


Sylvia, para quien la vida se resolvió de manera contradictoria en su escritura, quien para defenderse del hastío y el grave peso de la rutina cuidaba una colmena en el jardín de su casa, y para quien la muerte representaba mucho más que la muerte, ofrece a un dios secreto en la mañana del  11 de febrero de 1963, el ritual de decir la última palabra sin que nadie más que ella la escuche. Prepara el desayuno para sus hijos, también señalados por la sombra, y luego se inclina sobre sí, sobre lo que representaba no sólo como poeta sino también como mujer, tras abrir la perilla del gas. “Ahora soy un lago. Una mujer se inclina sobre mí, / buscando en mi extensión lo que ella es en realidad”. Respirar, ese fue siempre su oficio, respirar hasta el fondo, hasta donde la vida y la palabra descienden y conmueven: “He terminado”.



Sylvia Plath



Todo lo ha devorado el invierno

y el jardín de rojos tulipanes en el que ocupé mis manos

ha iniciado su descenso definitivo.



La casa es un viejo sarcófago de vigilias

y pergaminos desechos.

En ella duermen las ruinas de mi corazón.



A través de la bruma

sólo puedo distinguir el rencoroso brillo

de las abejas.



No hay perfección.



Mi cuerpo es un camino cerrado, reflejo de una luz marchita.

Nunca se bastó a sí mismo. Nunca.


Detrás de los muros, por entre las grietas,

vuelve a mí el eco de la fiebre

palabras que revientan bajo la escarcha

como pequeños ríos de mercurio.



El invierno ha perdido mis pasos en la nieve.

Sangra en el aire

su condena.

***


(Del libro Las hijas del espino, 2006)